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Columna
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En las puertas de Fitur

Como le ocurre periódicamente a Gallardón, aunque por motivos bien distintos, cada vez que se aproxima Fitur suelo acordarme de Manuel Fraga. Hay una razón para ello: su nombre estuvo durante un tiempo unido al turismo, en circunstancias, además, especialmente difíciles para el ejercicio de esta actividad. Su afortunado eslogan de mercadotecnia, Spain is different, nunca será suficientemente valorado. No solo porque supo crear la imagen de un país tradicional, pobre, y exótico, en medio de una Europa moderna, rica y aburrida, sino, sobre todo, porque, como se demostró enseguida, aquella respondía exactamente a la verdad. De hecho, muy pocos turistas de los que nos visitaban por entonces se marcharon de aquí sintiéndose engañados por ello. Burros de verdad, boinas y sombreros de paja, botijos, carreteras infames, chiringuitos insalubres y barrocos souvenirs de cerámica, proliferaban en nuestras costas. Al lado, eso sí, de playas excelentes, bosques de pinos y aguas transparentes.

Los europeos transpirenaicos, que no son tontos, pronto descubrieron que no era preciso tomar a un avión y recorrer cinco mil kilómetros para trasladarse, literalmente, a otro mundo. Bastaba con subirse a un coche y cruzar la frontera. Allí un guardia civil con bigote, asimismo la mar de exótico, se ocuparía de constatar que el visitante no se encontraba en la lista de los comunistas o masones más buscados, ni portaba material pornográfico digno de ser requisado. Unos curas con largas sotanas, siempre dispuestos a señalar con el dedo a los pecadores surgidos de la incipiente mezcolanza cultural, que celebraban la misa de espaldas a los feligreses (como Ratzinger ahora), animaban, en fin, un paisaje urbano desprovisto de cualquier signo de modernidad.

Más emoción no se podía pedir para una familia calvinista de clase media alemana, sueca o noruega, harta de trabajar duramente todo el año sin ver otro sol que no fuera el de medianoche. Y no siempre. Por eso, en cuanto corrió la voz del Spain is different por la Europa civilizada, el movimiento de pasajeros fue imparable. Fraga había culminado con notable éxito el apremiante encargo del Generalísimo de conseguir divisas para importar el petróleo que no teníamos. Con la ayuda inestimable, todo hay que decirlo, de visionarios de la talla de D. Pedro Zaragoza, quien, desde la alcaldía de Benidorm, encabezó una cruzada en toda regla en defensa del biquini, una prenda que resultó decisiva para apuntalar el incipiente desarrollo turístico de nuestra franja costera.

Hoy, 40 años más tarde, las cosas han cambiado radicalmente. Pueden comprobarlo echando una simple mirada a los carteles y folletos promocionales de la época y comparándolos con los actuales. Mientras que en aquellos el atractivo principal se concentraba en el paisaje de la zona, mostrando panorámicas de la montaña, el mar, y el pueblecito al fondo pintado de cal, las de hoy se concentran en urbanizaciones compactas con guardias de seguridad, jardines artificiales y pistas de tenis (en el paisaje no, porque ya no existe). Además, no quedan burros, las carreteras son ahora autopistas, los curas no llevan sotana (aunque siguen persiguiendo a los pecadores) y los botijos están siendo sustituidos por fuentes de metal. Es comprensible que en tales circunstancias nuestros responsables turísticos no sepan qué van a vender exactamente en Fitur. Aún así, verán como algo se les ocurre.

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