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Columna
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Los valencianos nos hemos ejercitado en una actividad peligrosa: el descrédito de la actividad política, y, junto a este empeño, aquél otro que menoscaba el papel de los intelectuales en la política. Estas dos perspectivas caminan conjuntamente relacionadas, por más que no lo parezca.

Recientemente una formación política, de las pocas que quedan con vocación y obediencia estrictamente valenciana, el Bloc Nacionalista Valencià, ha resuelto reforzarse en su acción y en sus convicciones de cara a las próximas elecciones generales del 9 de marzo. Lo han decidido tarde, pero más vale que lo hagan aunque sea a destiempo. Es mucha la responsabilidad que les cae encima, después de la debacle y de la metamorfosis de otras formaciones, que dispusieron de minorías parlamentarias influyentes, ediles decisivos y altos cargos de relumbrón. No se disponía de suficiente consistencia y la operación, de la que fue desplazado Francisco Domingo Ibáñez, en la génesis de Unió Valenciana, fue simplemente eso, un edificio sin pilares, en cuyo sostenimiento el oportunismo tuvo mucho que ver.

Ahora, más que nunca, se recela de todo lo que huele a eso que llaman nacionalismo. Nada hay más peligroso que la política de los que se jactan de no hacer política o la carga de nacionalismo que inspira a quienes repudian los nacionalismos. ¿Vamos a jugar a ser nacionalistas en la hora indiscutible de las globalizaciones políticas y económicas? Difícilmente se puede actuar como parte responsable de un todo, si no se reafirman y se defienden los derechos, los intereses y las señas de identidad de cada territorio.

Al menos, desde los tiempos del Imperio Romano el funcionamiento de las libertades civiles depende de la salud política de las entidades municipales. En las distancias cortas se aprecia mejor la eficacia de la acción política. Son las ciudades más que las nacionalidades las que confieren personalidad a los Estados. Para tomar conciencia de lo que uno es, tiene que aferrarse a los rasgos particulares de su entorno de origen. Es dudoso que un ciudadano de la Unión Europea pueda llegar a serlo en plenitud si no se siente arraigado a la Comunidad Valenciana, si es valenciano, o a Galicia, si es gallego, por ejemplo.

Y ahora, los dirigentes del Bloc Nacionalista Valencià, pétrea denominación para identificar un conjunto de ilusiones, tienen una notable responsabilidad porque se han quedado virtualmente solos ante el compromiso de defender el hecho diferencial valenciano, más allá de las veleidades que nos vienen dadas desde Madrid por las formaciones dominantes en el panorama político español: PP y PSOE.

No hay mucho donde elegir y volverá a surgir la cantinela del voto útil para asfixiar la voz de las minorías. ¿Qué va a ser de la democracia cuando queden arrumbadas definitivamente las posiciones minoritarias o minimizado el peso de las autonomías? ¿Contra quién se emplazarán entonces las fuerzas centrípetas? ¿Tendremos más cohesión desde la uniformidad o por la diversidad?

Son interrogantes que requieren una respuesta serena y reflexiva. Nos jugamos mucho a la hora de enfocar adecuadamente la solución. En la historia podemos contemplar ejemplos de lo que ocurre cuando se aplastan por la fuerza movimientos cívicos con arraigo en la sociedad. El Bloc Nacionalista Valencià tiene la responsabilidad de conseguir que, al margen de esa otra operación posibilista que supuso el Compromís, la opción de una vía política valenciana permanezca abierta a mejorar sus resultados y a otras singladuras. El derecho más preciado que puede ejercer un ciudadano cada cuatro años es el voto.

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