Ciudadanos sin ciudad
Hace unos años, el periodista Agustín Martínez me invitó a participar en un acto para explicar la labor que estaban desarrollando un grupo de profesionales liderados por el arquitecto Federico Salmerón en el Albaicín, emblemático barrio granadino que "vive como una ciudad que habita otra ciudad". El proyecto, auspiciado por la Junta de Andalucía, era el Plan para la Rehabilitación del Bajo Albaicín, un enclave fundado en los primeros años del siglo XI, al que el abandono, la falta de infraestructuras y la miopía política, estaban despoblando. Ese proyecto, que aún se ejecuta, trata de convencer a los propietarios para que se acojan a las ventajas del Plan que revalorizará sus propiedades y ayudará a mantener con vida (con habitantes) ese barrio milenario, referente cultural imprescindible para entender Granada, y para el desarrollo sostenible de una ciudad que no debe consentir ver su historia convertida en ruinas, si puede evitarlo.
Fui a visitar las casas que antes eran casi ruinas y hablé con sus vecinos, ahora felices por poder permanecer en su entorno de siempre, pero viviendo con dignidad. Allí vi como el Plan restañaba los zarpazos del tiempo, rehabilitando cármenes e insalubres casas derruidas en un intento por salvar de la degradación uno de los barrios más singulares de Europa, y tomé conciencia del problema.
La visita al Albaicín me trajo memoria de alguno de los cascos históricos y barrios singulares que he conocido en mi vida de trashumante. Mi oficio de rockero me ha permitido conocer ciudades de medio mundo y me ha convertido en testigo fugaz de alguno de los tesoros que se guardan en ellas. Por ejemplo: en el año 2002, en la gira de Las Estrellas del Rock Latino, canté en la impresionante plaza del Zócalo de la Ciudad de México, en un concierto multitudinario auspiciado por su alcaldía bajo el lema Salvar el Centro Histórico. Habitualmente, el escenario se coloca enfrente de la impresionante fachada barroca de la más de cuatro veces centenaria catedral metropolitana. Se canta de espaldas a la iglesia, pero enmarcado por ella, entre el templo y el público y rodeado por los edificios del palacio nacional, la municipalidad y varios hoteles y centros oficiales.
El Zócalo, después de más de cuatro siglos de ser centro de la historia de la república, con su inestable subsuelo, es testigo del hundimiento y ruina de muchos de sus edificios. Las obras de rehabilitación y apuntalamiento del barrio, visibles en parte, han evitado su desplome. Para ayudar a concienciar a los ciudadanos de que la pérdida sería irreparable, trabajamos esa noche. Pero fue como intentar vaciar el mar a cubos.
He extraído el siguiente texto de una guía en la que, en pocas líneas, se explica la ascensión y caída del barrio más antiguo de la ciudad de los aztecas: "Las megalópolis como México se han formado por la fusión de varias ciudades y pueblos. En el caso de la Ciudad de México su origen está en el llamado Centro Histórico, zona que ocupa la traza primigenia de la ciudad: delineada como un mapa cósmico de cuatro direcciones por los aztecas, retomada como un tablero de ajedrez por los españoles, reedificada como una metrópoli conventual y aristocrática y transformada en reino de la mugre, el ruido y la vendimia". No es que existan viñedos en el centro de la ciudad de los chilangos; es que, como no está implantado el carné por puntos, la gente todavía bebe. Pero es un barrio vivo, sobre todo por el día, con su infinidad de tiendas y almacenes de todo tipo, lejos de las marcas de moda. Un trasiego de vidas que transitan entre un tráfico infernal y una atmósfera envenenada. Por la noche, pero muy por la noche, cuando el comercio cesa, vuelven los vendimiadores, pero esa es otra historia.
Si comparamos lo incomparable, el megacaso del Zócalo con el microcaso del Albaicín, veremos que en este último la despoblación era por derribo y abandono, mientras que en el primero, ni los derribos más abandonados causan su despoblación. En este país nuestro los centros urbanos, históricos o no, han sido machacados por la falta de inversión privada y hasta hace muy poco, por la desidia política para su conservación. La política neoliberal, que consiste en crear necesidades ficticias a gente que no puede pagarlas si no es entrampándose, prefiere construir a rehabilitar, porque donde está la especulación y la corrupción, y por lo tanto la pasta, es en el terreno, en el ladrillo, en las hipotecas, en el desarraigo. Esta política se basa en la imitación del modelo económico neocon de los gobiernos más zopencos del frustrado sueño americano, un país que casi no tiene cascos históricos porque inventó el suburbio residencial y aislante, los grandes almacenes, el miedo masivo y la televisión. Y se encargó de que sus ciudadanos temieran a sus vecinos, se compraran pistolas y se encerraran en sus casas a atiborrarse de donuts a ver una televisión que les dice qué temer, y a tener el rifle a mano. Y aunque nosotros somos otra cosa, y sí tenemos pasado e historia que defender, una buena promoción en la tele con la imagen hortera de la felicidad importada, hace que alguna gente se endeude para siempre, eso sí, dejando atrás su pasado, sus barrios, sin querer salvar ni los muebles, hartos de goteras, humedades y miseria ambiental. Ahí es donde unas políticas como las que intenta desarrollar este Congreso tienen sentido y, por supuesto mi humilde apoyo. Se trata de devolver a los barrios históricos el sentido de pertenecer a una ciudad.
Como reflexión final, y a fuer de pecar de naif, propongo que a cada constructor que se le asigne suelo público en ciudades con cascos históricos, se le obligue a rehabilitar, bajo control de la Administración, una porción de casas equivalente a la obra nueva que va a emprender. Así ayudarán a que nuestras ciudades crezcan harmónicamente desde dentro, con barrios que son microcentros de un todo y sin despilfarrar lo que no tenemos para construir suburbios para ciudadanos sin ciudad.
Texto de Miguel Ríos escrito para la reciente conferencia internacional La Ciudad Viva, celebrada la pasada semana en Sevilla.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.