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Reportaje:DIOSES Y MONSTRUOS

Política en el patio de butacas

Carlos Boyero

Es complicado delimitar las esencias, claves y contenidos del cine político, encontrar el certificado de autenticidad que acredita la pertenencia a género tan concienciado y prestigioso según las épocas. Los gustos electivos del espectador no tienen ningún problema al decidir si quieren ver una comedia, un western o cine negro, pero no conozco a nadie cuya agenda cinéfila y estado de ánimo le aliente a ver puntualmente una película política. Y, por supuesto, no hace falta poseer doctorados en marxismo y en interpretaciones profundas de la realidad para poseer la certidumbre de que todo el cine es político, aunque los propios autores lo ignoren. No lo niego, pero tampoco acabo de entenderlo. Me ocurre lo mismo que con cuestiones tan aparentemente diáfanas e incontestables como la del ser y la nada, el enigma de la Santísima Trinidad y las historias de Perogrullo.

A finales de los años sesenta el género del cine político adquiere un fatigoso protagonismo y duradera moda en Italia, Francia y Latinoamérica
El cine norteamericano no llevó luto por Vietnam mientras que se consumaba esa guerra injusta. No han querido repetir aquella tardanza con el infierno de Irak

Hagamos memoria sobre los pioneros de las películas vocacionalmente políticas. Griffith, el tipo que inventó grandiosamente el abecedario del cine y el arte de narrar en imágenes, no tuvo ningún pudor en colocar esa sabiduría al servicio de una arriesgada oda a los justicieros y heroicos caballeros del Ku Klux Klan en la por tantas razones admirable El nacimiento de una nación. Como tampoco albergó problemas morales Leni Riefenstahl, la imaginativa e indestronable reina del cine documental, al filmar El triunfo de la voluntad y Olimpia, que hacían babear de placer a sus orgullosos mecenas Hitler y Goebbels. Para compensar de la majestuosa exaltación que hacían estos clásicos del racismo con aficiones linchadoras y de los esplendores nazis, la conciencia progresista y su conmovedora fe en el hombre nuevo que había creado la revolución rusa podía consolarse con el montaje prodigioso de la matanza en las escaleras de Odessa que ofrecía el espeso maestro Eisenstein en El acorazado Potemkin.

A finales de los años sesenta el género del cine político adquiere un fatigoso protagonismo y duradera moda en Italia, Francia y Latinoamérica. No hace falta revisar con lupa o con demasiado espíritu crítico tanto celuloide militante, con la sagrada misión de hablar del intolerable estado de las cosas, de los crímenes impunes de los poderosos, de las infinitas felonías perpetradas por la eterna y siniestra alianza entre el capitalismo y el Estado, para constatar que el gran cine no bendijo en demasiadas ocasiones a los bienintencionados mensajes políticos.

Gillo Pontecorvo retrató magistralmente en la compleja y veraz La batalla de Argel la rebelión de los magrebíes contra los colonizadores franceses y Francesco Rosi utilizó un tono cercano al documental para contarnos en la sombría y perturbadora Salvatore Giuliano la maquiavélica conexión entre la Mafia y el Gobierno italiano en la matanza de Portella delle Ginestre. Ninguno de los dos volvió a recobrar ese estado de gracia, aunque Pontecorvo, con la inestimable ayuda de un inquietante Marlon Brando, describiera con cierta fuerza en Queimada las retorcidas maquinaciones del imperialismo para encender y sofocar las rebeliones de los esclavos según le convenga a sus intereses geopolíticos y económicos. A cambio de la excelencia cinematográfica y política de La batalla de Argel y Salvatore Giuliano, hubo que sufrir infinidad de bodrios con pretendido carnet de corrosión, firmados por directores comprometidos del tipo de Elio Petri y casi siempre insoportablemente interpretados por el histriónico Gian Maria Volonté.

También apareció en Italia un director empeñado en ofrecer su visión del fascismo. Pero ese señor representa palabras mayores, es un poeta llamado Bernardo Bertolucci, alguien inicialmente fascinado por Pasolini y por Godard (nadie es perfecto), que va a hacer algunas de las películas con más personalidad, talento y lirismo del cine moderno. Imagino que a las fascinantes La estrategia de la araña, El conformista y Novecento se les puede aplicar la abstracta etiqueta de cine político, pero ante todo son cine puro y de muchos quilates. A una obra maestra como Novecento, a ese fresco histórico de contagiosa emoción, incluso se le puede perdonar el grotesco retrato de un fascista que mata niños y destripa gatos, o el abusivo despliegue de banderas en la reiterativa parte final.

El cine de Costa-Gavras siempre ha tenido vocación evangelizadora, tono de perpetua denuncia sobre las institucionalizadas o soterradas cabronadas que ejerce el poder, crónicas sobre barbaries que ocurren en el pasado reciente. Ninguna injusticia de portada de periódico le era ajena a este aguerrido Pepito Grillo. Nadie discute sus buenas intenciones al retratar la maquinación de los coroneles griegos para imponer la dictadura, las purgas estalinistas, la encrucijada de los tupamaros, el golpe de Estado de Pinochet, etcétera, pero sus didácticas y combativas películas se sostenían mal, había tanto énfasis como poca calidad. Curiosamente, el Costa-Gavras más sólido aparece cuando éste se integra en el cine norteamericano y rueda allí las excelentes La caja de música y El sendero de la traición.

Tampoco guardo agradecida memoria del cine latinoamericano político, de aquellos panfletos sin gracia que firmaban Miguel Littin y Jorge Sanjinés y aunque me tragué todo el nuevo cine brasileño y la sobredosis de cangaceiros y sertao, sólo recuerdo con fascinada admiración Dios y el diablo en la tierra del sol.

¿Y en España? Las lamentables hagiografías de aquel dictador tan incurablemente mediocre llamado Franco en Raza y Franco, ese hombre provocan aún más grima que vergüenza ajena. Todo lo contrario ocurre con los magníficos documentales de Basilio Martín Patino captando la atmósfera de los años sombríos en Canciones para después de una guerra, Caudillo y Queridísimos verdugos. Y la mejor película del cine español (aunque se puede negociar que Plácido comparta ese honor), firmada por Berlanga y titulada El verdugo, también es el más lúcido, corrosivo y genial alegato político que se ha filmado nunca en este país.

El cine norteamericano no llevó luto por Vietnam mientras que se consumaba esa guerra injusta y en la que ningún ciudadano sentato del Imperio creía, pero mientras que duró aquel espanto, sólo el maravilloso actor y feroz reaccionario John Wayne se atrevió a dar patriotero y exaltante testimonio de ella en Boinas verdes. Hollywood sólo abrió la boca cuando aquel calcinado país expulsó a sus arrogantes invasores. Y lo hizo con emoción y grandeza en el caso de Apocalypse now, La chaqueta metálica, El cazador (aunque esta hermosa película hablara más de la amistad y del desgarrador sentimiento de pérdida que de la guerra de Vietnam), Platoon y El regreso.

No han querido repetir aquella tardanza con el infierno de Irak. Se han puesto las pilas para describir el intolerable aquí y ahora. Por desgracia, el público estadounidense está dando la espalda en la taquilla a todas esas películas que retratan esa herida abierta, esa barbarie impuesta en mentiroso nombre de aquellas armas de destrucción masiva que jamás existieron. Lástima que casi todas sean más concienciadas que buenas. Redford abusa del didactismo en la irregular Leones por corderos. Brian de Palma juega al experimentalismo y hace maniqueísmo inútil en Redacted. La batalla de Hadiza es irritantemente previsible. Sólo Paul Haggis ha sabido meter el dedo en la llaga en la dura y conmovedora En el valle de Elah. Ojalá que ayuden a detener esa pesadilla, pero también sería deseable que ese cine político tuviera el lenguaje del arte.

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