Embajador con corona
El Rey ha impuesto una fuerte impronta a su trabajo en política exterior
Aunque no resulte evidente, don Juan Carlos ha pasado en el extranjero casi dos de los 32 años de su reinado. Ésa es al menos la cifra aproximada que resulta de multiplicar los algo más de cien viajes internacionales que lleva realizados por los cinco o seis días que suele durar cada uno. La política exterior es, en efecto, quizá la actividad más emblemática de la Corona, que, según el artículo 56 de la Constitución, "asume la más alta representación del Estado en las relaciones internacionales, especialmente en las naciones de su comunidad histórica", es decir, en América Latina.
El rey ha realizado, sin embargo, su actividad exterior en los cinco continentes. Ha visitado más de 160 países y ha llegado a convertirse en la cara de España en el mundo, con un alto grado de consenso y prácticamente ningún elemento de polémica. El reciente encontronazo con el presidente venezolano, Hugo Chávez, durante la Cumbre Iberoamericana de Santiago de Chile ha sido excepcional en el panorama de una gestión caracterizada por el don de gentes, la naturalidad y una notable capacidad para superar con humor las situaciones tensas.
Otra Cumbre Iberoamericana, la celebrada en Cuba en 1999, puso en cuestión esas cualidades, dada la agresividad que el entonces presidente del Gobierno, José María Aznar, demostró hacia Fidel Castro, y parecidas tensiones surgieron el año siguiente en la cumbre de Panamá, cuando Castro se opuso a una moción de condena a ETA. El Rey, esta vez con una actitud más tajante frente al líder cubano, volvió a salir airoso de la prueba.
Su empeño más constante, el más característico de su acción internacional, ha sido ablandar los huesos duros de roer para la política exterior española. Así, don Juan Carlos fue pionero en las relaciones con la URSS, que visitó por primera vez en 1984, y con China, Irán e Irak, en 1990.
Se ha convertido en habitual que el Rey abra caminos y preceda al jefe del Ejecutivo en el contacto directo con terceros países. Pero todos los gobiernos le han requerido, además, como apagafuegos. González, para que fuera a quitarle a Ronald Reagan, en 1987, el mal sabor del referéndum español sobre la OTAN; Aznar, para que visitara Damasco en 2003 y anclara a Bachar el Asad en el bando occidental, cuando la relación de Siria con EE UU estaba ya muy deteriorada; Zapatero, para que conversara en 2004 con Bush y restableciera la interlocución que el estadounidense negaba al Gobierno porque había retirado las tropas de Irak.
Todas estas actividades han quedado marcadas por una fuerte impronta personal, a pesar de que don Juan Carlos, como Monarca constitucional, se atiene forzosamente a un guión controlado por el Gobierno. Es el Ejecutivo el que decide la política exterior española, y es, por ello, difícil dilucidar cuánto dependen del Rey hechos como que sólo haya visitado una vez el Reino Unido, en 1986, un año en el que las negociaciones sobre Gibraltar eran esperanzadoras, o que tampoco haya repetido el único viaje que ha hecho a Israel, en 1993, con claras expresiones de apoyo a la causa palestina.
Su papel en la planificación diplomática no es pasivo. La agenda internacional del rey se fija cada año en una reunión en la que participan el director del Gabinete de la Presidencia, el ministro de Asuntos Exteriores y el jefe de la Casa Real. Es el Gobierno el que generalmente propone de seis a ocho posibles viajes al extranjero para llegar a concretar los cuatro o cinco que los Reyes hacen cada año. La Zarzuela toma en algún caso la iniciativa, y el Rey da siempre indicaciones.
Las invitaciones recibidas, las prioridades de la política española, la situación internacional y la compatibilidad de las agendas han sido los criterios fundamentales manejados a la hora de optar por unos países u otros. Pero en la última década, la actividad exterior de los Reyes ha seguido, sobre todo, la senda de las empresas españolas que buscan oportunidades en el extranjero.
Fijados los objetivos, queda una intensa actividad de preparación que implica a toda la diplomacia —los altos cargos de la Casa Real son también diplomáticos— y a los servicios de protocolo, seguridad y prensa de Exteriores y de la Casa Real para precisar los programas de los viajes que finalmente se realizarán. La última fase se desarrolla en el país en cuestión, donde personal enviado desde Madrid contrasta horarios, desplazamientos, inspecciona escenarios y controla instalaciones.
Sean oficiales o de Estado, las visitas de los Reyes responden a un esquema de actos públicos adoptado prácticamente por todos los países, en el que la comunicación verbal se encauza a través de una sucesión de discursos pronunciados en banquetes oficiales, reuniones empresariales y de otro tipo. Esas intervenciones, que resumen los mensajes que se quieren comunicar con la visita, responden al mismo compromiso que ha generado el viaje: el Ministerio de Exteriores presenta un borrador; la Casa Real lo devuelve con algunas correcciones. Puede que haya que repetir el proceso más de una vez, aunque no es frecuente, pero la luz verde definitiva no llega hasta que el Rey se siente cómodo con lo que tiene que decir.
Tanto preparativo no es una vacuna segura contra imprevistos. En Damasco, en 2003, hubo que pedirle a última hora a Bachar el Asad que omitiera una frase de su discurso que celebraba la oposición de los españoles a la invasión de Irak. La frase en cuestión, que resultaba incómoda para el Gobierno de Aznar, estaba en el texto escrito ya distribuido a los invitados a la cena de gala y la comitiva real no había sido informada con antelación. Como los demás comensales, se enteró del contenido del discurso en la mesa.
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