Aguirre sin cólera
Yo creo que José Luis Aguirre es, ante todo, un caballero, de la estirpe de los que desde la más estricta modernidad ha sabido plantar cara a los canallas, eso sí, sin estrépito y desde su intimidad, recurriendo casi siempre a una muy sabia acepción de las virtudes del silencio en lo que tiene que ver con lo público. Será por eso que se ha quedado con lo puesto, ya en su vejez, aunque ahora haya recibido el reconocimiento del premio Luis Guarner a su trayectoria. ¿Y de qué trayectoria se trata? Pues de la de un escritor como de periferia que ha publicado muchas novelas y relatos y otra documentación vital desde su exilio más o menos voluntario en Castellón, y que no le birló el Nadal a Fernando Arrabal con su novela La excursión porque el patafísico de repostería era como de más nombre para el prestigio del premio. Qué le vamos a hacer.
Ocurre como si José Luis Aguirre hubiera nacido para renegar de su origen en nombre de la literatura, aunque en su obra cuentan mucho los antecedentes familiares, que vendrían a ser entre huertanos y marineros de alto estanding. Hasta no hace muchos años, a la entrada del puerto de Valencia podía verse un busto en bronce, elevado por su pedestal, de Aguirre Matiol, un bisabuelo de José Luis Aguirre, que se enriqueció con la exportación naranjera ideando las cajas de madera aireadas para preservar su frescura en la navegación. Pues bien, José Luis no quería ni busto ni pedestal portátil, así que se licenció en Letras, hizo sus tertulias con Joan Fuster, fundó el primer cine-club valenciano con José María López Piñero, contribuyó a movilizar la cultura valenciana de los cincuenta y se casó con una joya, Pilar Marco, hija por cierto del doctor Marco Merenciano.
Está por hacer la letra pequeña de la supervivencia de la cultura grande en una ciudad como la Valencia de los cincuenta en adelante, pero ahí figura José Luis Aguirre en letras mayores. La fortuna quiso que tanto José Luis como Pilar hubieran de trasladarse a Castellón a enseñar Letras en un instituto, con la intención de regresar a Valencia cuanto antes, objetivo que no pudieron o no quisieron cumplir. Soy testigo de la devoción generalizada de los antiguos alumnos de José Luis hacia su persona y de su agradecimiento por haberles enseñado a apreciar la gran literatura. Porque en ese terreno, José Luis, ahora jubilado, era un maestro. Y también por escrito. Yo mismo recuerdo todavía con emoción, siendo casi un crío, las reseñas literarias que publicaba por entonces los domingos en el diario Las Provincias, sorpresas te da la vida, sin saber entonces que andando el tiempo habría de tener con él una relación más estrecha. Ahí fue donde vi escrito por primera vez (y no en Juan Benet, como supone algún mala sombra) nombres como los de Faulkner o Joyce, cuyas obras diseccionaba José Luis provisto de su privilegiada inteligencia lectora y de su sabiduría disfrazada de modestia. En aquel tiempo, no era cosa de broma poner en claro la técnica narrativa de Santuario en 40 líneas para un periódico local, y también por eso yo le adoro.
Ahora le dan el premio Luis Guarner por el conjunto de su obra, cuando José Luis Aguirre manifiesta cólera más que desamparo ante la vejez, y lo acepta contento pero, me parece, con un punto leve de resignación airada.
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