Todo sobre mi suegra
En vísperas de lo inevitable paso la mañana vigilando la cocción de mi conejo Solbes. Llevo dos horas observando este chisporroteo embriagador, como Alf, aquel extraterrestre televisivo que encontraba fascinante extasiarse con el centrifugado de la lavadora. Yo miro mi conejo Solbes. A menudo, los políticos no parecen conocer el país del que hablan, porque aquí, cuando un economista recomienda comer conejo, lo que el pueblo entiende no es que haya que sustituir un animal por otro, sino al contrario: en lo que al papeo se refiere, el pueblo soberano tiende a sumar; así que, como buena ciudadana de este país glotón, hago lo propio, empiezo la víspera con un conejo Solbes, sigo chupando el langostino y acabaré con el corderito. Mentalidad heredada de una España pobre, que encontraba en los pucheros el mayor consuelo de la vida. En estos días veo que se reseñan libros de altísima cocina y busco desesperadamente entre la lista de los dioses el nombre de mi suegra, pero nada. A mi suegra se la silencia. Está, sin embargo, Calor, el libro de un escritor, Bill Buford, que se ha pasado dos años en la cocina de un restaurante de moda neoyorquino, el Babbo. El restaurante lo conozco, pero por fuera. Está en una esquina de Washington Square. Dos veces intenté conseguir mesa, dos veces me la negaron. Me hablaban de hacerme un hueco, de aquí a dos meses. Lo siento, para mí no hay comida que valga una espera de dos meses. Los neoyorquinos tenían una especie de complejo culinario con respecto a Europa. Su guía de restaurantes más fiable, la Zagat, es todo menos esnob, es maravillosa y democrática, está hecha con el consejo de muchos cuidadanos, y además de dar una información muy ajustada de comida y ambiente de los sitios, nos enseña también cómo son los habitantes de esa ciudad, qué platos prefieren y cómo miran siempre con cierta ironía a esos chefs minimalistas que te marean con cien platos diminutos y te obligan a aguantar la florida descripción de cada uno de ellos. Pero finalmente desembarcó la Guía Michelin, y hoy a la gente fina se le ha contagiado el virus gastronómico. También leí hace unos días un amplísimo reportaje en The New Yorker sobre un chef británico que argumenta que no hay mejor carne que la del animal que has criado en tu propio corral o patio. Cuenta cómo a la primera cerda que tuvo la bautizó con un nombre (pongamos Hillary), pero comprobando luego que es más doloroso matar a una cerda que tiene nombre que a una cerda anónima, tuvo a partir de ese momento un trato con sus animales estrictamente profesional, lo cual hizo infinitamente más fácil el difícil trámite de la muerte (por algo sería que en los campos de concentración clasificaban a los presos con números).
Para el papeo de este país glotón, primero un conejo, sigo chupando el langostino y acabaré con el corderito
Dos veces intenté conseguir mesa en el Babbo de Nueva York. Me decían de hacerme un hueco en dos meses
Este conejo mío me lo dieron en la carnicería como un conejo Solbes. No quise indagar en el origen del nombre, ni saber si la gracia de mi carnicero consistía en llamar Solbes a todos los conejos que tenía colgados del gancho o si es que ahí tenía colgado a todo el Consejo de Ministros. Yo, por mi parte, qué puedo decir, que encantada de llevarme un Solbes, al que veo como un conejo de naturaleza sedentaria y, por tanto, con molla, que es de lo que se trata, mucho mejor que un Rubalcaba, nervudo y escurridizo, que obliga al comensal a estar adiestrado en el chupeteo de huesos, y aunque mi suegra asegura que es lo más sabroso, yo, por muy mayor que les parezca, soy ya de la generación de Bucanero y el Tigretón, o sea, que me gusta lo fácil y lo evidente, la molla. Mi suegra. Abundan los libros de arte culinario y ni un solo ensayo sobre ella. Su pequeña cocina podría llamarse con todo el derecho Babbo, El Bulli, La Broche o Arzak. Las manos doloridas por la artrosis cortan las alcachofas como Miguel Ángel esculpía el pie de David. Esas alcachofas que pasarán al arroz, o al solomillo, de las que se aprovechará el caldo para un guiso, de cuyos restos se harán unas croquetas. "¡Las cocletas!", como anunciaba mi actriz fetiche, la gran Rafaela Aparicio. Las cocletas de Rafaela saltaban de la pantalla, debían estar de muerte. Cada cocleta de la Aparicio llevaba dentro todo un cocido entero desestructurado, como las cocletas que hace mi suegra, en cantidades industriales, antes de marcharse al pueblo, dejando un congelador que revienta de cocletas; marchándose inquieta porque en vísperas de Nochebuena tiene una misión ineludible: hacer con su hermana los fabulosos borrachuelos, esos dulces crujientes y rebosantes de azúcar que luego mandará por Seur dentro de una caja metálica de galletas. Ahí va, esa virtuosa de la cocina avanza con paso torpe por el andén de la estación de Atocha, donde, razones de seguridad, ya no se puede acompañar a una abuela al vagón ni decirle adiós con la mano hasta que el tren arranque. Pero ella, resuelta como Mary Poppins, lleva en su mente unos objetivos con nombres deliciosamente concretos: borrachuelos, berenjenas en conserva, membrillo, etcétera. Nadie la sacará nunca en un ensayo, pero yo la puedo imaginar entrando, a este mismo paso lento, por las puertas del paraíso, donde el Señor (como ella dice) les dirá a un Arzak o a un Ferran Adrià: "Por favor, señores, dejen a la señora que se siente". -
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