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Columna
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Un ateo canta a la Navidad

Un viaje -por sus consecuencias antirreligiosas, nefasto- a la isla de Salamina, situada a 15 minutos de transbordador de Atenas, arruina de un plumazo toda la piedad cristiana que había almacenado en mi alma en la primera semana de diciembre. En esa feliz semana contemplé arrobado los cientos de bombillitas navideñas del paseo de la Castellana, de Gran Vía y del paseo del Prado. Pero en Salamina visité la cueva de Eurípides, el trágico griego más ateo -en realidad, el único ateo; los otros dos, Esquilo y Sófocles, gastan una piedad religiosa tan honda que se merecen la inmortalidad de un lienzo de Kilo Argüello colgado junto al sagrario de la catedral de la Almudena- y esta visita me ha arruinado mi concentración navideña. En esa cueva enclavada en un montículo desde donde se divisa el mar leí unos fragmentos de Medea -la heroína que asesina a sus hijos por venganza contra su marido que acaba de abandonarla por otra- y mi mente voló a la sección de sucesos de los diarios que nos informan de las tragedias de tantas mujeres asesinadas por sus parejas y de algunos maridos asesinados por sus medeas de turno. El jueves pasado nos trae la noticia de otra mujer supuestamente asesinada en Madrid por su marido cuando, hasta anteayer, se creía que ella se había suicidado arrojándose por una ventana.

En 1947, el mecenas navarro Lázaro Galdiano hizo la donación de sus colecciones de pintura

En esa cueva de 10 habitaciones, con baño incluido, y que no se había excavado hasta 1994, Eurípides vivía y escribía sus obras. El periodista y poeta Yanis Coridis recoge una pequeña piedra del suelo de la cueva, me la da como recuerdo y me la traigo a Madrid aun sabiendo que una piedrecilla de la cueva de Eurípides me puede llevar en estos días a sustituir la visita al supremo belén de las Descalzas Reales por una visita al estadio Santiago Bernabéu, que ahora está celebrando el sexagésimo aniversario de su inauguración. Trabajo con esta piedra atea a 20 centímetros del teclado del ordenador y hasta cuando pongo unos villancicos en el equipo de música a mí me suenan a canciones irreverentes de Extremoduro.

Envenenado por el ateísmo que contraje en la cueva del autor de Fedra, que se ha representado recientemente en el teatro de Bellas Artes, aparco para mi próxima reencarnación la asistencia a un acto navarro que se celebra en el Museo Lázaro Galdiano (Serrano, 122), otra de las joyas con que cuenta Madrid. Miguel Sanz, presidente de la comunidad foral de Navarra -o quizá mejor comunidad clerical: por razones religiosas, las mujeres que quieren interrumpir su embarazo no pueden hacerlo en la sagrada Navarra-, ha visitado el Museo Lázaro Galdiano. Allí se acaban de celebrar dos importantes acontecimientos, como, con buen gusto léxico, escribe María Antonia Estévez en Diario de Navarra y no dos eventos, como ya dice y escribe casi todo el mundo porque es verdad que esta voz, hibernada durante tantos decenios, ha resucitado como Lázaro Galdiano ahora.

En el mismo año en que se inauguraba el Bernabéu, en 1947, el financiero y mecenas navarro Lázaro Galdiano hizo al Estado español la donación de sus impresionantes colecciones de pintura -Velázquez, Zurbarán, Murillo, Goya...-, y de joyas, cerámica, platería, esmaltes. El legado al Estado incluía un soberbio palacio con jardines y una biblioteca del más alto valor. Es posible que haya sido la donación más importante que haya hecho nunca un español al Estado. En el acto se presentó también la reedición de la obra Palacio Real de Olite. Esta extraordinaria obra de Juan Iturralde y Suit, encargada por la Comisión de Monumentos de Navarra entre 1869 y 1879 y hallada en el Museo Lázaro Galdiano, fue definitiva para evitar la demolición del palacio de Olite (Navarra) en el siglo XIX, lo que, por supuesto, hoy habríamos considerado un auténtico delito.

Y, hablando de delitos, de realmente asesina hay que calificar la conducción de un policía -que me imagino que iría muy borracho- quien, el miércoles pasado, a las 22.20, a no menos de 120 kilómetros por hora, se presentó en el semáforo de la calle de Alcalá, en la intersección con Gran Vía, enfrente del Círculo de Bellas Artes, y cuatro personas, que cruzábamos el semáforo en verde, sufrimos un gran susto por creer que nos atropellaba. Luego lo pensé mejor y consideré que aquella dulce criatura simplemente pretendía que, estas navidades, las cuatro personas que cruzábamos el semáforo nos reuniéramos en el cielo y oyéramos cantar a los ángeles -en directo- el sublime villancico Adeste, fideles.

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