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Columna
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Bipartidismo

Objetos metálicos, relojes y cinturones fuera, ahí en la bandeja. La voz del guardia es seca, sin la menor huella de amabilidad. Tampoco resulta agresiva, sólo contagia un tono mecánico y deshumanizado, como si la rutina hubiese cubierto las palabras con la espesura dócil de una fatalidad burocrática. La señora del traje de chaqueta pone encima de la mesa su maletín y su abrigo, y empieza a manipular la correa del reloj. El tiempo cae despacio sobre la bandeja gris, rueda con timidez y se aleja del pulso de su dueña. Las manos de la señora buscan entonces la hebilla del cinturón. Ver cómo se abre una cremallera o cómo vence su resistencia un cinturón, suele provocar un destello cargado de erotismo, porque las intuiciones del desnudo y del abrazo se apoderan de los ojos. Pero en aquella antesala inhópita, llena de desconocidos y de miradas con prisa, el cinturón va escapándose del cuerpo con una neutralidad más bien triste, el aire de un trámite que se acerca penosamente al ridículo. El cinturón no promete nada a los ojos del otro, se limita a dejar sin defensas un mundo propio. ¿Lleva ordenador en el maletín? La señora niega con la cabeza, y no espera otra orden para sacarse de los bolsillos de la chaqueta las llaves de su casa, la cartera y el móvil. Luego se quita una pulsera de la muñeca derecha, y hace un esfuerzo precavido por recordar si le queda algún objeto metálico inoportuno. Mientras dobla el abrigo, analiza sus costumbres, sus adornos, sus detalles personales, los fetiches de su vida, y decide que no, que ya lo ha puesto todo sobre la bandeja. Pero vuelve a oír la voz del guardia, debe quitarse también la chaqueta. En la bandeja están su reloj, su cinturón, su pulsera, las llaves de la casa, el móvil, la cartera, el abrigo y la chaqueta. Resulta difícil sostener la bandeja con una mano, así que se la apoya en la cintura, porque necesita tener libre la otra para llevar el maletín. Se dirige al arco de seguridad con un andar torpe y quebradizo.

El maletín guarda un libro, una agenda, un diario íntimo y algunos documentos de trabajo. La señora ve cómo su bandeja y su maletín desaparecen en la cinta del escáner, e inmediatamente pasa por el arco, intentando dominar su inquietud con una falsa apariencia de naturalidad y firmeza. Le cuesta aceptar que la traten sin motivo como una sospechosa. Las cosas son como son. Alguien no se fía de ella y le impone este rito de depuración ficticia y de renuncia personal. Una luz roja se enciende en el arco, acompañada de un sonido agudo de alarma. Señora, ¿lleva botas?, pues debe quitárselas. La mujer vuelve atrás, se quita las botas en medio de la sala, haciendo equilibrios de ave zancuda, y las deja en el escáner. Las bolsitas de plástico que cubren sus pies no la abrigan del escalofrío de humillación definitiva que empieza a apoderarse de sus movimientos, mientras los guardias la observan con resignación despectiva y los ciudadanos que esperan detrás de ella no reprimen comentarios de impaciencia. La gente tiene prisa, necesita pasar rápido por el aro. Ella vuelve a pasar, y ya no pita, pero al fondo del mostrador otro guardia reclama su lluviosa y derrotada presencia. ¿Me puede abrir el maletín? Un libro, sí, una agenda, un diario íntimo, algunos documentos de trabajo, que son hojeados por el guardia. ¿Y esto que es? Se trata de un cilindro llamativo, con voluntad de diseño y de plata, que le regaló una amiga en su último cumpleaños. Ella desenrosca la cabeza estriada y enseña una pluma. Es una pluma, dice con voz fatigada. Siente frío en los pies, y los pantalones se sostienen en la cintura con un indeciso empeño de buena voluntad. El guardia mira la pluma, la coloca en el cilindro, ordena el interior del maletín, lo cierra y dedica una sonrisa complacida a la mujer. Señora, ya puede pasar a votar.

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