Aforismos
A velocidad de la luz, las cosas suceden para gloria de la velocidad, no de la luz. La prisa hace que resbalemos con nuestros ojos sobre el mundo, convierte en rutina la cadena interminable de recuerdos y novedades. La prisa es una forma de oscuridad. No podemos observar con atención aquello que se ha convertido en costumbre, y hasta las noticias son costumbres si nos ciega la vida cotidiana con sus velos y sus repeticiones. Las cosas están ahí, con naturalidad, esperando que reparemos en ellas. Se llenan de secretos cuando pasamos a su lado sin prestarles atención, sin advertir el significado de su orden, sin calibrar la rebeldía de su desorden. La prisa y la comodidad nos invitan a pensar el mundo bajo la mirada resumida y rotunda de los titulares. Los titulares tienen siempre prisa y razón, están escritos con la razón de la prisa. Otras formas de brevedad son más pacientes, nos hablan con lentitud, dejando caer sus sílabas con una parsimonia luminosa. Los aforismos, por ejemplo, ayudan a mirar con un golpe de inteligencia, retienen una sabiduría tan lógica como desapercibida. Dan la sorpresa de algunas cosas cercanas que llevábamos años buscando. Las teníamos delante de los ojos, encima de un escritorio o en una estantería, ocultas en su propia evidencia. Los aforismos capturan la perplejidad de aquello que vive junto a nosotros sin hacer ruido. Debajo de las buenas columnas de periódico hay camuflado un aforismo, una perplejidad que agrupa sus palabras como si fuesen el corazón de una manzana. Entre noticias grandes, convertidas en rutina, y titulares contundentes, sobrecargados de objetividad pública, aparece la sorpresa de un paseante que se mueve con las dudas de una soledad a cuestas. La mirada interpreta, vive entre recuerdos e ilusiones, sabe que una opinión no es una verdad, sino una perspectiva descubierta al andar por las palabras y las calles. Debemos andar descalzos sobre las palabras. Descalzos, todo se vuelve carne, crecemos a nuestra altura, nos miramos a los ojos con la planta del pie.
Como hay muchos cristales rotos en el suelo del mundo, el columnista siempre anda con temor a errar mientras busca los detalles de su opinión y su experiencia. Habla de la caída final del otoño, del cuadro de un pintor, de las declaraciones de un político, de las costumbres de la juventud, y sólo pretende desarrollar el aforismo que el mundo ha puesto entre la vida y sus ojos. Enfría la soberbia con ayuda de la perplejidad, porque más que un moralista es un peatón de los sucesos y las preocupaciones colectivas, un peatón que confiesa sus curiosidades particulares. No se puede ser moralista sin ser un algo soberbio, pero no se puede ser profundo sin ser un algo moralista. La columna no es un altar, un púlpito o un laboratorio científico, sino la consecuencia de un paseo con los zapatos manchados y, a veces, en una silla de ruedas. Su mejor logro es dar fe de que las verdades están tejidas con el hilo movedizo de los intereses privados, que todo se hace y se deshace, que los acontecimientos objetivos son la costumbre engañosa de un mundo que suele opinar sin levantar la mano para pedir la palabra. La lentitud nerviosa de los dogmas sociales queda contrarrestada con la brevedad sin prisa de los aforismos. Un dogma es un linchamiento. Un aforismo se parece a la lima con la que rompemos los barrotes de una cárcel para huir antes de que llegue la multitud. La editorial granadina Cuadernos del Vigía acaba de inaugurar una colección de aforismos. El primer libro, Electrones, se debe a la mano, la mirada y las perplejidades del poeta Carlos Marzal. Lo que esta columna dice sobre la velocidad de la luz, el andar descalzo y la soberbia de los moralistas pertenece a los aforismos de Carlos. Los aforismos nacen para que alguien los tome prestados. Las columnas también.
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