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EXTRAVÍOS
Columna
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Pandilla

Como si fuera un flâneur más de los preconizados por Baudelaire, que escarban visualmente en el paisaje urbano, pero no en el París del siglo XIX, sino en el Tokio del XX, el entonces muy joven escritor japonés Yasunari Kawabata (1899-1972) se paseó a conciencia por uno de los barrios de placer de la capital nipona durante la década de 1920. Fruto de esta experiencia fue la publicación, en 1930, de La pandilla de Asakusa (Emecé), libro rarísimo que ahora ha sido vertido por primera vez al castellano con un prólogo y un epílogo de Donald Richie. El libro es raro no sólo por haber sido recusado por su propio autor, sino porque pertenece a un género híbrido, un poco entre una novela-río de carácter coral y el reportaje cinematográfico. De esta última manera es como le gustaba definirlo a Kawabata, que no en balde se dedicó al cine al comienzo de su carrera artística. En cualquier caso, su recorrido por el barrio de Asakusa, una mezcla social de todo, pero salpimentada por los placeres de lo prohibido, no tiene más hilo argumental que el mero dejarse llevar del autor por las impresiones que le produjeron los lugares y las gentes de aquel caótico lugar al borde de la ley.

En realidad, el único hilván que articula la narración es la fascinación que siente el escritor por una serie de personajes femeninos adolescentes, dedicados, entre otras tareas dudosas, a actuar en espectáculos menores o a la prostitución, cuando no a ambas cosas simultáneamente. Pero La pandilla de Asakusa, por mucho que lo que allí se narre esté cortado por el patrón desabrido de la vida, es todo menos un documento melodramático de denuncia. Antes, por el contrario, es como una sucesión de imágenes de arrebatadora intensidad poética, aunque naturalmente no en una clave lírica melindrosa. La imagen, por ejemplo, de la joven Yumiko, esperando, dormida, a su maduro galán en el sollado de una barcaza y sorprendida por éste así, desprevenidamente expuesta, con la falda a medio cubrir sus hermosas piernas sin medias, los pies desnudos, la cabeza vuelta hacia el techo, mientras los carbones encendidos de la estufa de cerámica iluminan con destellos rojizos su piel satinada. O la de esa misma Yumiko, ya despierta, cuando, como jugando, aferra entre sus dientes seis pastillas blancas de arsénico, y, luego, de improviso, con apenas un mohín, se lanza a besar en la boca a su amante, cuya lengua empieza a arder. O la de la también jovencísima Haruko, oteando el horizonte desde la torre más alta de Asakusa e imaginándose elevada por una grúa, bien maquillada y vestida completamente de rojo, para, tras un rato así colgada, ser arrojada sobre las aguas del río Okawa. O, en fin, la de la ingenua Oharu, a la que la madama del burdel al que ha sido vendida sin saberlo deja desnuda para evitar su fuga, descubriendo el poder letal de la belleza de su cuerpo.

Una tras otra, estas imágenes encadenadas jamás traspasan el umbral de lo patético, porque destellan el fulgor tembloroso de una vela encendida, que alumbra los rincones oscuros de la vida, ella misma consumiéndose entre visajes en espera de quien los sepa engarzar.

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