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Columna
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Un pasquín

Manuel Rivas

La literatura es un avance laborioso a través de la propia estupidez. Lo dijo Rodolfo Walsh y declaro no conocer una definición mejor sobre el oficio de escribir. Opinaron de él que era el anti-Borges, tal vez porque murió joven y rebelde, incapaz de vivir la vida con "frialdad proporcionada", después de redactar la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar. Estos pocos folios de su pasquín siguen siendo la mejor descripción de la infamia indescriptible. Walsh fue un exigente estilista, incluso en sus despachos militantes para Prensa Latina. Su pasión ajedrecística y su interés por la novela policiaca le permitieron descubrir los preparativos de la invasión de Cuba en un mensaje criptográfico interceptado a una supuesta agencia de viajes. Pero la gran obra de Walsh se tituló Operación Masacre y con ella se inaugura el nuevo periodismo antes que A sangre fría de Capote. Ocurre que Walsh es latinoamericano y su exploración del crimen no se detiene en los círculos de entretenimiento del infierno. Va a la jefatura. Es un Hammett y no un Chandler. Caído Perón, sus seguidores más honestos fueron eliminados en una guerra sucia, premonición de lo que ocurrirá años después. Walsh era entonces antiperonista, pero un día oyó a un perseguido gritar agónico: "¡No me dejen solo, hijos de puta!". Walsh se lanzó a escribir, jugándose la vida, Operación Masacre. "La conciencia era su musa", señala Osvaldo Bayer. Sería una estupidez propia forzar la historia y comparar regímenes incomparables, pero la musa de las conciencias libres debería inspirar pasquines denunciando la infamia de Guantánamo. Es esa negación del Estado de derecho, un régimen penitenciario de "tortura intemporal, metafísica", la más peligrosa arma de destrucción masiva, que suspende los principios morales y democráticos. Las orejas de Occidente deben afinarse para oír lo que no quieren oír. El humano que grita "¡No me dejen solo, hijos de puta!".

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