La derrota
Rafael Nadal ha perdido con anterioridad un cierto número de veces, pocas; pero hasta la fecha, o por lo menos en la Edad Contemporánea del jugador, nunca había sido derrotado. Hasta ayer, ante el gran maestro argentino David Nalbandián.
Nadal había perdido partidos porque el contrario jugaba mejor, lo que es no tan perogrullada como pueda parecer porque el tenista español les obligaba sistemáticamente a esmerarse para que esa victoria, con sus trabajos y sus días, pudiera final y laboriosamente producirse. Y es cierto que Nalbandián jugó ayer de primor en la final de París, pero no porque le forzaran a ello, sino porque Dios Nuestro Señor así lo dispuso cuando distribuyó el talento tenístico y seguramente también cuando decidió el momento en que debería producirse la eclosión de esa joya que sabíamos que existía porque ya en breves ocasiones había hecho demostración de sí misma, pero que jamás, que sepamos, había barrido como ayer la pista con tanta aplicación y furor como el caballo de Atila.
Nadal no había trasladado nunca semejante mensaje al público, el de ya-no-se-me-ocurre-nada-más-que-hacer, y ante ello hay que bajar los brazos. Y deseamos y confiamos en que sea una pájara momentánea como la de Induráin en el Mortirolo 94 después de ganar los dos Giros anteriores y con otros dos Tour por delante para coronar. O sea que nada está perdido. Pero sería poco respetuoso con el público negar que Nadal no está jugando del todo bien desde hace algunos meses; quizá desde junio pasado en Hamburgo ante Federer, pero ni remotamente en todo ese tiempo el lenguaje del cuerpo fue el que anunciaba inmisericorde la derrota de ayer. Una sima.
Desde un punto de vista puramente práctico, o sea nada épico, el torneo de París no le ha ido mal al tenista de Manacor. Ha llegado a la final, ha recuperado un nivel de forma física del que había carecido durante meses y, aunque ha tenido un cuadro fácil, ha librado combates estimables, como contra Baghdatis, en el que, sin jugar verdaderamente bien, supo encontrar un resquicio en la armadura del chipriota y desmoralizarle antes que ganarle en un partido que su rival hasta pudo creer que tenía ganado. Pero con el cordobés de Argentina no había ni resquicio, ni oportunidad ni santo advenimiento que valiera.
Y, desde otro punto de vista también práctico, aprovechemos por último para plantar una pica en Flandes contra el patriotismo deportivo, cutre de excepción, porque, si en política el patriotismo puede ser el recurso de los canallas, en el deporte es el de los pazguatos. No ya tan sólo ante un caso relativamente menor como éste, sino con grandes catástrofes nacionales como la pérdida del Campeonato del Mundo de F-1, que ni obtuvo ni mereció Alonso, el hiperpatriotismo deportivo lleva una temporada supurando inclemente sobre todos nosotros. Y tanto el aficionado español como Nadal se merecen siempre que se les diga la verdad.
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