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Reportaje:DE VIAJE

La casa del fetichista

Enric González

Las palabras y las cifras son las grandes protectoras del espíritu humano. Más allá del lenguaje y el álgebra se extiende el peligroso atractivo de lo irracional. Hubo un siglo, quizá el más hermoso de todos, que pudo asomarse al horror del sentimiento sin despegar los pies de la razón; que formuló grandes ideas sin perpetrar los crímenes implícitos en ellas; que rompió con Dios sin llegar a lamentar su ausencia; que trabajó con palabras y cifras, la ciencia, y hundió a la vez las manos en el material viscoso del romanticismo. El siglo XIX, último vestigio del paraíso, contará siempre con una vaga secta de adoradores. Uno de los más brillantes se llamó Mario Praz.

Cuando traspasa la frontera de las palabras y las cifras, el espíritu necesita adherirse a lo inefable (Dios, ciertos pasajes musicales) o a lo concreto. Praz optó por lo concreto. Los objetos. El fetichismo.

Mario Praz (1896-1982) nació y murió en Roma. Su devoción por el siglo XIX nació, como suele ocurrir, por la nostalgia de un pasado seguro. Su familia era originaria del este europeo. Los vaivenes de la historia obligaron al abuelo Praz a desprenderse de su casa, el recinto del que el pequeño Mario escuchó hablar en su infancia y que identificó con la sabiduría inmutable. Mario Praz dedicó su vida a reconstruir el espacio de su abuelo. Y el fruto de esa vida extraña y pecaminosa (el fetichismo extremo, la transformación de la existencia en objetos, es pecado, y Praz lo sabía) se puede visitar hoy en el centro de Roma, a dos pasos de la plaza Navona. Está en el palacio Primoli, número 1 de Via Zanardelli, tercera planta, junto al Tíber.

Praz se licenció en Derecho y Letras y en 1923 se instaló en Inglaterra, donde enseñó Literatura Italiana en las universidades de Manchester y Liverpool. Sus años en la patria del fetichismo consolidaron la vocación por el objeto y, muy probablemente, su horror por la definición abstracta. Ese otro vicio tan continental y tan poco británico, la abstracción (que suele derivar en ansia de pureza y, finalmente, en desastre), le era del todo ajeno.

Se casó con una inglesa, Vivyan Eyles, de quien se separó en 1943, y volvió a Italia en 1934, en plena edad dorada del fascismo. Había publicado ya una de sus obras maestras: La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica.

Mario Praz se adhirió a los proyectos editoriales de Leo Longanesi, un hombre inteligente que hizo suyo el lema "el Duce tiene siempre razón" (lo cual da una idea de los límites de la inteligencia humana). Praz era demasiado pesimista para ser fascista. Como cualquier persona estrictamente culta y proclive a la erudición, era elitista. Como cualquier persona capaz de apreciar la sociedad inglesa, era conservador. Esos fueron sus ángulos de unión con Longanesi. Pasada la guerra, colaboró con la revista Il Borghese, derechista y lúcida, desde la que se observaba con sorna la mágica transformación de Italia en República modélica.

Por todo lo cual no fue un hombre estimado por la gran mayoría de sus compatriotas. No le ayudaban ni el carácter, seco y moderadamente despectivo, ni el estilo. Se dedicó a la crítica y al ensayo, pero, aborreciendo las definiciones tajantes (que conducen a las construcciones abstractas) e incapaz, por honradez, de atenerse a un canon teórico, escribía con largos rodeos. Para entendernos, lo hacía como los redactores bíblicos. Mezclaba historias, ejemplos, antecedentes, fogonazos de intuición. "Pertenezco a la categoría de personas dotadas de una inteligencia imperfecta, es decir, las que se contentan con algunos fragmentos de la verdad", dijo en una de sus últimas entrevistas.

La intelectualidad italiana de la época le consideraba incomprensible y le veía como un ridículo vestigio del pasado. Otros de su estirpe (Indro Montanelli, por ejemplo) se adaptaron a las circunstancias sin perder la ironía. Praz sólo era capaz de adaptarse a sí mismo.

Vivía como un príncipe en el palacio Ricci, situado en la hermosísima Via Giulia. Compraba muebles y objetos con una voracidad insaciable. Utilizaba su condición pública de monstruo para negociar los precios: se atribuía la capacidad de lanzar un inconcreto mal de ojo sobre cualquier operación comercial, y los vendedores le creían. Decía, por ejemplo: "Si no me vendes a mí estas sillas por este precio, nadie te las comprará jamás". Y funcionaba. El monstruo de los anticuarios acumuló en su domicilio más de 3.000 piezas, producidas entre finales del siglo XVIII y mediados del siglo XIX. La época de su abuelo.

Hacia el final de su vida se trasladó a un apartamento en el palacio Primoli, sede de una espléndida biblioteca y del Museo Napoleónico. Tenía menos espacio que en Via Giulia, pero logró instalar toda su colección, incluidas las piezas fúnebres, que dispuso en el comedor. Aunque su hija Lucia ya no vivía con él, mantuvo su habitación: la cuna oscura sostenida por un cisne, las casas de muñecas, el horror concreto de los utensilios infantiles victorianos. Lucchino Visconti se inspiró en el Praz crepuscular para el personaje del profesor en Retrato de familia. Sus memorias (la extraordinaria La casa de la vida y, en un tono menor, El mundo que he visto) ya estaban publicadas. Sólo le quedaban las cosas.

Antes de morir, sugirió que el Estado comprara su colección y mantuviera íntegra su casa. Su deseo empezó a cumplirse en 1986, cuatro años después de su muerte, cuando la Galería Nacional de Arte Moderno adquirió la colección, y quedó satisfecho en 1995, con la apertura del Museo de Mario Praz. Las dilaciones burocráticas dieron tiempo a que todas las piezas de plata y otros metales preciosos fueran sustraídas. Queda la casa, rebautizada como La casa de la vida. Todo está como estaba, pero en las estanterías ya no reposa su colección de libros valiosos, trasladados a la biblioteca Primoli del piso inferior y sustituidos por tomos comprados al peso en librerías de baratillo. La abundancia de obras de Frederick Forsyth en ese ambiente augusto constituye una ironía amarga que Praz habría apreciado como metáfora.

La entrada es libre. El lugar depara una irracionalidad dulce y densa, quizá sabia.

Casa-Museo de Mario Praz. Mario Praz nace en Roma el 6 de septiembre de 1896 y muere en la misma ciudad el 23 de marzo de 1982. Palacio Primoli. Via Zanardelli Giuseppe, 2. Roma. Abierto de martes a domingo de 9.00 a 14.00 y de 14.30 a 19.30. Los lunes, de 14.30 a 19.30. Entrada libre. www.museopraz.beniculturali.it

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