Luz de octubre
La obra maestra de la temporada de otoño en Madrid es el otoño en sí mismo. La luz dorada que roza con tanta delicadeza las cosas, el rubio de las últimas uvas, el rojo de vino de la parra virgen, el oro de los membrillos que doblan las ramas demasiado cargadas. Los mirlos vienen al jardín a comerse las últimas uvas, densas de azúcares, como la pulpa roja de los últimos higos, que picotean los gorriones. En el mercado distingo desde lejos la esfera cubista y la corteza rojiza de las granadas, que deberían comerse por razones estéticas si no bastara con el sabor del jugo que inunda al mismo tiempo el paladar y la memoria. Un bodegón de membrillos recién caídos del árbol difunde por la casa el perfume de octubre, que es también el de las manzanas nuevas. En el Retiro las copas de los castaños empiezan a adquirir un color de herrumbre. En el paseo de Recoletos aparecen de nuevo los libros de ocasión tan puntualmente como las alcachofas, las granadas y los membrillos en los puestos del mercado. El otoño en Madrid es una estación civilizada, en la que uno puede imaginarse que vive en un país menos insensato, un país más habitable que otros, en el que la gente común sabe disfrutar sin meterse con nadie de algunos de los placeres fundamentales de la vida. El de ir al mercado, el de pasearse entre puestos de libros de segunda mano sin mucha prisa y sin buscar nada en particular, el de salir una mañana de domingo a disfrutar del sol de octubre y visitar tranquilamente una exposición, y tal vez luego tomarse una caña con un aperitivo para reponer fuerzas.
Rosenblum vio antes que nadie lo que una vez apuntado por él fue tan evidente como si hubiera estado siempre ante los ojos de cualquiera
Después de ver los árboles de Van Gogh, los garabatos convulsos de Pollock cobran una dimensión de desquiciado crecimiento orgánico
En la mañana de domingo las salas de la Fundación March son una romería. Hay gente a la entrada que toma el sol suave de octubre entornando los ojos cerca de la escultura de Chillida. Hay matrimonios de jubilados que acaban de salir de misa y parejas jóvenes que aún guardan un residuo de dulce somnolencia de la cama. Hay padres que empujan carritos de niño y madres ilustradas que aprovechan el domingo para traer a la exposición a sus hijos de diez o doce años, ya muy despiertos a todo, habladores, inquisitivos, con gafas de lectores, que opinan en voz alta y si llega el caso se aburren con la misma franqueza. Dos de ellos miran perplejos una acuarela abstracta de Kandinsky.
-¿Y este cuadro cómo se titula?
-Sin título.
-Pues no me extraña nada.
El domingo por la mañana la gente ha venido tomando el sol por las aceras tranquilas del barrio de Salamanca para ver en la Fundación March una exposición que sigue el rastro sinuoso del paisaje romántico a lo largo de casi dos siglos, desde las visiones boreales de aquel pintor raro entre los raros que fue Caspar David Friedrich hasta el misticismo de Mark Rothko y más acá, hasta pintores tan contemporáneos como Anselm Kiefer y Richter. Viniendo de la claridad meridional de la calle se ingresa de pronto en un reino nórdico de abismos y crepúsculos, de lejanías invernales y horizontes marinos tamizados de niebla. La imaginación se adapta al cambio tan brusco con más rapidez que la pupila. Veníamos del oro de octubre y ahora hemos de sumergirnos en grises fríos y platas, en violetas de bruma, en morados trágicos de tormenta, en el resplandor fantasma de los acantilados de hielo sobre un mar azul oscuro. El argumento de la exposición es tan espléndido como las obras singulares que se suceden en ella. Se inspira en una intuición del crítico norteamericano Robert Rosenblum, que vio antes que nadie lo que una vez apuntado por él fue tan evidente como si hubiera estado siempre ante los ojos de cualquiera: que en la pintura abstracta de los grandes maestros de los años cincuenta, por debajo de la ruptura evidente con lo figurativo, había una honda continuidad con la tradición mística y romántica del paisajismo del norte de Europa.
Una intuición reveladora es la que conecta en un fogonazo detalles o experiencias que parecían ajenos entre sí, mostrándonos a través de la semejanza sus cualidades más profundas, las que no advirtió una mirada distraída, o poco adiestrada. Desde la luz serena y jovial de la mañana entro en la exposición y me quedo detenido ante un cuadro que parece de Friedrich y que es de un pintor noruego al que no conocía, llamado espléndidamente Johan Christian Clausen Dahl, que es ya un nombre de héroe de novela gótica, de novela de viaje tenebroso y romántico a las brumas del Círculo Polar, como el que hizo el doctor Victor Frankenstein para encontrarse con su criatura monstruosa, o como las navegaciones del Holandés Errante de Wagner, que recala buscando la absolución del amor en un puerto de Noruega. En el cuadro hay dos figuras de espaldas, en una terraza frente al mar, empequeñecidas por la amplitud del paisaje. El misterio es inmediato, el hechizo. En esas figuras detenidas en la contemplación, en el horizonte bajo contra el que se recortan, en la distancia en que nuestra mirada se pierde siguiendo las suyas, está el resumen de una cierta sensibilidad que fue perfilada por el Romanticismo pero que sin duda es mucho más antigua, porque viene del asombro y el miedo humanos ante la anchura abrumadora del mundo. "Thou wonder, and thou beauty, and thou terror": el verso alucinado de Shelley que tanto le gustaba a Pedro Salinas podría estar inscrito en la mayor parte de estos paisajes, igual que esas frases en alemán que escribe Anselm Kiefer en los suyos, cimas de montañas boscosas y lagos recónditos que podrían parecer lugares del paraíso si no fuera porque han sido infamados por un terror más grave que el de la naturaleza, el de la historia homicida del siglo XX.
Tú maravilla, tú belleza, tú terror: los icebergs de Church, islas en un mar helado y nocturno, los terribles árboles de Van Gogh, con el retorcimiento doble de las raíces y de las ramas desnudas, las mujeres suicidas de Munch, de espaldas frente a un mar que tiene la fosforescencia del sol de medianoche. Ida y vuelta: después de ver los árboles de Van Gogh, los garabatos convulsos de Jackson Pollock cobran una dimensión de desquiciado crecimiento orgánico que de otro modo tal vez no habríamos advertido. Regresando de Pollock, el lienzo de Van Gogh hierve de las caligrafías abstractas, muestra más claramente la contienda entre el espacio en blanco y los trazos de lápiz o de pintura que se arrojan sobre ella. Casi al final de todo, de este viaje a la vez gustoso y ascético de descubrimiento, los delicados campos de color de Rothko parecen divididos por esa línea baja de horizonte que en tantos paisajes románticos separa el mar o la tierra del cielo. Delante de Rothko uno se queda siempre solo. Las pequeñas figuras de Friedrich o de Dahl han desaparecido, y la razón es que están fuera del cuadro, dice Robert Rosenblum: esas figuras de espaldas somos nosotros, y el espacio hipnótico de Rothko no es la representación de la lejanía, sino la lejanía misma a la que nos asomamos. -
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