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Columna
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Han vuelto

Ya están aquí de nuevo los demonios de la intolerancia y de la agresividad nacional, dispuestos a llevarse por delante la convivencia, ante la parsimonia y a veces se diría complacencia de nuestros líderes políticos de diferentes pelajes. Las noticias del 12 de octubre, fiesta que hace unos años se vivía con general holganza y sin desmesurados fervores patrios, se asemejan a un fantasmagórico parte de guerra: energúmenos batasunos arrasan San Sebastián, falangistas llegados del pasado enarbolan sus banderas a ver si no se pierden la pelea, llega el presidente del Gobierno al desfile y los guardianes de España le gritan e insultan, otros queman fotos de Carod-Rovira e Ibarretxe. Las hogueras son la última moda. Según hacen sus fogatas, de banderas y de fotos del Rey y demás, los incendiarios tienen expresión de éxtasis y con la foto les gustaría que ardiese el fotografiado y con él todos nosotros.

La democracia está ideológicamente desarmada contra el radicalismo
Volvemos al principio, pues nos gustan los fratricidios, las guerras étnicas y de religión

Han regresado los demonios de nuestra historia -el sectarismo, la intransigencia, el amor a la Inquisición y el convencimiento de que una buena batida arreglará las cosas de España- y quizás para quedarse. Volvemos al principio, pues nos gustan los fratricidios, las guerras étnicas y de religión, así como las peleas cantonales a pedradas.

El problema de estos sucesos es que, contra lo que sucediera años atrás, su desenvolvimiento y radicalidad los sitúa no en espacios marginales, sino en el centro del hilo argumental que describe el deterioro de la vida política en España. Es posible que los descerebrados sigan siendo unos pocos, no más ni más tontos que otros años, pero sus gestas han pasado a un primer plano porque se les ha situado ahí. Llevamos meses en que la política gira no sobre alternativas, sino sobre esencias y símbolos. No acerca de lo que hay, sino de lo intangible, antes intocable. A fuerza de jugar con fuego acabamos quemándonos. Además, las reacciones de los partidos ante lo que está sucediendo tienden al sectarismo y a la indulgencia con los que consideran próximos. En esto hay para todos, no sólo para las habituales "comprensiones" del nacionalismo vasco respecto a la batasunía. Todos se apuntan a actitudes del mismo tenor. De ahí la estúpida respuesta de dirigentes socialistas cuando el año pasado las tropas de asalto agredían al PP en Cataluña: lo condenaban, pero dijeron que la agresión se explicaba por las actitudes "no democráticas" del PP en Cataluña, echar gasolina al fuego se llama el estrambote. Y luego está el PP y su línea incomprensible, de tanto querer ganar las elecciones como sea: entre otros desaguisados, no tiene pudor en el vídeo mayestático llamando a enarbolar banderas, como si fuesen símbolo de parte. Alguno le ha creído lo de que la bandera es sólo suya y con ella nos amenaza. Y Rajoy asistió al desfile más contento que un titiritero en día de pascua, con una bandera en la mano, una foto que arrebola.

Hay una razón para que la radicalidad que vagaba en los arrabales de nuestra política se adueñe de ella. Todo indica que la ciudadanía común, la inmensa mayoría -la que está dejando de contar-, está satisfecha con nuestro régimen político, la tolerancia y la convivencia, siquiera porque cree imposible el paraíso en la Tierra. Eso no se produce en los partidos españoles, y no sólo porque por el poder estén dispuestos a cualquier estropicio. Hay un problema aún mayor: tenemos unos partidos cuyos planteamientos tienden a discrepar de aspectos básicos de nuestro régimen político. Su aceptación de la convivencia, de la tolerancia y del sistema que administran parece a veces una admisión renuente del estado de cosas, mientras mantienen discrepancias sobre cuestiones de fondo. La expresión radical de sus ideologías, la que se está imponiendo, suele cuestionar el entramado político y simbólico de nuestra democracia.

Los nacionalismos parecen entender la democracia como un instrumento para acceder a la liberación nacional, sin que le encuentren otra utilidad ni valor en los principios que le acompañan. No son del mismo calado, pero también entre los socialistas pueden apreciarse reticencias hacia el sistema actual, de forma que imperan silenciosos anhelos republicanos y resquemores ante los símbolos y el propio nombre de España, al menos para sus sectores progres, los que definen lo políticamente correcto. De IU mejor ni hablar, pero al fin y al cabo sí cuestiona explícitamente el régimen político, económico y social. Y en cuanto a la derecha del PP a la vista está su gusto por el histrionismo y la estridencia nacionalista, la apropiación de cualquier elemento que debería ser superior (sean víctimas, banderas, noción de España, etcétera) o su cuestionamiento soterrado de la legitimidad de la victoria electoral del PSOE en 2004.

En estas condiciones la democracia está ideológicamente desarmada contra el radicalismo. El mecanismo es el siguiente. Si esos sujetos de aire neardenthal queman fotos del Rey los nacionalistas dicen que cosa de críos y que tampoco es para tanto o que muy bien hecho; los socialistas aseguran que quemar está muy mal y que el Rey no es tan malo, y alguno que aun así injuriarle no debería de ser delito, y la derecha defiende al Rey o a España con consejas carpetovetónicas llegadas de ultratumba, por lo que su sector extremo concluye que mejor se va por flojo. Sin un argumentario sensato, que no sea antisistema, frívolo, vergonzante o prediluviano, la ciudadanía queda desolada y la democracia constitucional al pairo.

Así, la vida pública se convierte en esperpento de violencias y ansias de agresión, como si la nuestra no fuera una sociedad moderna y tuviera que seguir en las destemplanzas del pasado. Lo raro es que hace una década nos sonaban de otra época los versos de Gil de Biedma -"De todas las historias de la Historia sin duda la más triste es la de España porque termina mal"-, cuando hablaba de "este país de todos los demonios".

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