La guerra de los medios
Hace unas semanas, México ha vuelto a vivir días excepcionales. Después de que meses atrás, la Suprema Corte de Justicia invalidara los artículos centrales de la Ley Federal de Radio y Televisión -la llamada Ley Televisa- que concedían enormes ventajas a las cadenas comerciales en el proceso de digitalización, ahora los tres grandes partidos han aprobado de forma casi unánime una reforma electoral que, más allá de sus limitaciones, contiene el gran avance de prohibir la contratación directa de publicidad en radio y televisión a los partidos.
La proeza no es menor. En primer lugar porque, después del largo y cuestionado proceso electoral del año pasado, parecía imposible que el Partido Acción Nacional en el Gobierno, sus rivales del Partido de la Revolución Democrática y los siempre pragmáticos miembros del Partido Revolucionario Institucional pudiesen ponerse de acuerdo en una materia tan delicada. En segundo, porque las dos cadenas televisivas comerciales del país, Televisa y TV Azteca, han poseído un poder omnímodo al cual han debido someterse, de una forma u otra, todos los dirigentes políticos del país. En tercero, porque hasta ahora las elecciones mexicanas han sido las más costosas del mundo debido, esencialmente, a la millonaria contratación de anuncios en radio y televisión. Y en cuarto, porque, una vez conscientes de las enormes pérdidas que podrían sufrir, los medios comerciales se lanzaron en una feroz campaña contra los legisladores.
La reforma electoral se convirtió así en una guerra entre el Congreso de la Unión y los medios de comunicación privados. Televisa, y con un carácter aún más grotesco TV Azteca, no sólo utilizaron sus espacios noticiosos para editorializar una y otra vez contra la reforma -contraviniendo cualquier norma de ética periodística-, sino que, en un hecho insólito, unieron sus transmisiones el día en que sus representantes, acompañados por sus principales estrellas del espectáculo y conductores de noticias, se enfrentaron con los senadores en una comparecencia pública.
Una y otra vez, a lo largo de todos sus espacios, estas cadenas cuestionaron la reforma -sólo por excepción con argumentos razonables-, atacaron virulentamente a quienes la promovieron y, ya en franca desesperación, cuestionaron toda la democracia mexicana. Los conductores de TV Azteca no vacilaron en repetir que se trataba de una reforma "chavista" -el argumento ya usado contra López Obrador- y, en defensa de sus beneficios económicos, los demás concesionarios se rasgaron las vestiduras en un insólito alegato a favor de la libertad de expresión, supuestamente en peligro debido a que la reforma impide a los políticos contratar spots en sus espacios. Sus alegatos rayaban el descaro: afirmaron que, sin los recursos del Estado, cientos de estaciones de radio quebrarían -curiosa defensa del libre mercado-, que sus ratings bajarían por el uso de los tiempos oficiales destinados a las campañas -tres minutos por hora-, e incluso mintieron al sostener que ahora las elecciones serían más costosas. Ya en el extremo, llegaron a decir que los legisladores de los tres partidos, que unidos suman más del 90% de los votos, no representan a sus electores y propusieron la celebración de un referéndum.
Insisto: si bien la reforma contiene numerosos puntos cuestionables -no permite las candidaturas ciudadanas y no protege a los partidos minoritarios- y tampoco garantiza la transparencia en el interior de los partidos, la actuación de los medios comerciales revela su desesperado intento por conservar el jugoso negocio que los ha hecho enriquecerse cada tres años con recursos públicos. Nunca antes, frente a leyes más turbias o de plano inicuas -hay sobrados ejemplos-, habían alzado la voz o habían dedicado tantas horas y energía a ser la "voz al pueblo mexicano". Su conducta permite ver que no han comprendido su naturaleza: las leyes mexicanas establecen claramente que las ondas radioeléctricas son un bien público. Siempre he creído que, en caso de duda, uno debe decantarse por la libertad de expresión, pero aquí ha ocurrido lo contrario: en favor de la libertad de expresión se ha distorsionado la verdad en aras de cuidar las ganancias de unos cuantos. ¿Qué credibilidad le quedará ahora a esos conductores de noticias obligados a secundar los intereses económicos de sus patronos?
Pero ésta no ha sido sino la primera batalla de una guerra que habrá de prolongarse a lo largo de los siguientes meses. Ahora corresponde al Congreso de la Unión redactar una nueva Ley de Medios. Los legisladores no sólo volverán a enfrentar la presión de los medios comerciales, sino que los partidos deberán consensuar normas que garanticen el adecuado uso de este bien público, la transparencia y el control sobre las ondas radioeléctricas, los mecanismos adecuados para la reconversión digital y la posibilidad de abrir la competencia a nuevas cadenas comerciales que quiebren el "duopolio" televisivo actual. Simultáneamente, en un capítulo aparte de la ley, o en una ley especial sobre la materia, deberán definir el carácter público de los medios del Estado -hasta ahora, en franca desventaja ante las cadenas comerciales-, garantizando la imparcialidad y diversidad de sus contenidos, así como la reglamentación de los medios comunitarios e indígenas. En el marco de las a veces endebles instituciones mexicanas, se trata de un desafío mayúsculo del cual depende en buena medida la consolidación de una sociedad abierta, plural y democrática.
Jorge Volpi es escritor y director del Canal 22, cadena de televisión cultural del Estado mexicano.
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