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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Hispanidad

Ayer encontré la ciudad inusualmente silenciosa y tranquila. Las excavadoras estaban abandonadas, las zanjas desiertas, las tiendas cerradas, apenas circulaban coches. ¿Por qué esa paz? ¿Acaso el gobierno local se había llevado a todos los barceloneses a la Feria de Francfort? Enseguida salí del error: lo que pasaba es que era la fiesta de la Hispanidad. Otro largo puente. El clima todavía es templado y se puede ir al campo..., que es lo que a todas luces habían hecho todos mis conciudadanos.

Iba yo pensando en Francfort... Francfort... Durante años fue para mí el nombre del aeropuerto donde paraban los aviones que tenía que tomar, por azares profesionales, de paso hacia otros destinos. Es un aeropuerto eficiente pero inmenso, un no-lugar interminable cuyas alfombras mecánicas fatigué muchas veces en dirección a salas de embarque. Cierta plazoleta llena de tiendas free-shop intensamente iluminadas tiene mucho que ver con mi idea del limbo. Por los ventanales siempre se veía un cielo gris oscuro, con una reluciente luminosidad de acuarela húmeda...

Durante años, Francfort fue para mí el nombre de un aeropuerto de tránsito
No es lo mismo ser un americano en París que un turco en Alemania

Al cabo de los años mi periódico me envió a la Feria del Libro. Ese año el país invitado era España. Por cierto que Cataluña participaba como parte de la delegación española, y abanderando a los autores de la patria chica circulaba con desenvoltura por aquellos pabellones Oriol Pi de Cabanyes, que entonces dirigía la institución ad hoc.

Ahora en Francfort el vicepresidente del Gobierno regional, el inefable Carod Rovira, ha dicho que los escritores de Barcelona que escriben en español (en vez de hacerlo, como deberían, en catalán) son como turcos en Alemania.

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Esto de verme endosado un turbante como cualquier personaje de Così fan tutte me preocupa un poco. Sobre todo porque desde hace años yo me había creído esta profecía de un venerado colega: para cuando la psicopatología nacionalista alcance sus últimos objetivos normalizadores, entonces los escritores en español viviríamos en Barcelona "como americanos en París".

Con todos los respetos para germanos y turcos, es muy diferente ser un americano en París (se entiende en el París de los años veinte, treinta, e incluso de después de la II Guerra Mundial) que un turco en Alemania.

Incluso podría decirse que es algo diametralmente opuesto. Un americano de la Generación Perdida, en París, vivía una bohemia dorada, despreocupada, en sintonía con un aire jazzy de Gershwin...

Vivía en una mansarda con vistas a los negros tejados de París, sobre los que asomaba, torcida y de colorines, la torre Eiffel de Delaunay.

La imagen de esa clase de vida la fijó Hemingway en su libro París era una fiesta, que concluye con la célebre impostura: "Os he hablado de París de los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices". La verdad es que entonces él cobraba en moneda fuerte, estaba casado con una mujer riquísima, y tenían cocinera y niñera. Los pobres eran otros.

No puedo leer ese libro (y ya lo he leído tres veces) sin sentir una fuerte repulsión, causada, entre otros motivos que no vienen al caso, por el trato mezquino y resentido que Hem depara allí por última vez a Scott Fitzgerald, que era un escritor incomparablemente superior y al que tantos y tan grandes favores le debía...

El divino Scottie ya había muerto después de una vida desdichada, pero aún tuvo que venir el premio Nobel machote a clavar tachuelas en su ataúd.

¡Ay del que hace favores! Se lo harán pagar caro, diría Zaratustra.

Pero volvamos de París a Francfort y su feria. A esa larga teoría de hangares llenos de suelo a techo de libros que es como el desarrollo de la justamente famosa instalación de Matej Kren.

En el suelo y el techo de una torre circular de libros, el artista colocó espejos, de manera que toda esa literatura se reproduce hasta el angustioso infinito. Igual que en la feria.

Allí, la mejor sorpresa fue encontrarme en la zona internacional a mi amigo Norman Lupescu, propietario de un café net en Bucarest.

Norman me presentó a su amigo Mircea Troian. Le pregunté a Mircea en qué trabaja, y me respondió con un acertijo tontorrón:

-It's pain, it's fear, it's expensive.

¿Dolor, miedo, caro? Fácil: dentista.

Norman había alquilado un stand y en ese stand anunciaba el único libro que ha editado en su vida: las Memorias de un dentista, de Mircea Troian.

Este Mircea era un rumano rico asentado en Viena y, como amigo de Norman desde la infancia, le había prestado el dinero para que pudiera abrir su café Internet. Y ahora que había escrito sus memorias, pero inexplicablemente ningún editor austriaco se las quería publicar, Norman acudía al rescate, las editaba en Bucarest y las presentaba en la Feria.

¡La amistad es tan bonita! En cambio, la ciudad me pareció, en términos generales, fea. Calles espaciosas, sin densidad, salpicadas de descampados y de rascacielos aislados, donde es imposible no recordar que durante la guerra la bombardearon. El centro histórico se reconstruyó tal como era, y uno siente inevitablemente que está ante un decorado, en la representación de una representación, como en la Ópera de Barcelona.

Recuerdo con agrado a la taxista que cada mañana me llevaba al centro. Como muchos taxistas de aquel área, en el coche de aquella excelente mujer que estaba de invariable buen humor no se oía el carrusel deportivo, sino música clásica, muy bajita.

Como el primer día le dije que me gustaba, en adelante cada mañana me puso ese concierto para piano número 2, tan romántico y elegante, de Rachmáninov.

El coche se deslizaba entre los bosques de empapados abetos bajo aquel cielo gris, en dirección a Francfort. Y dentro, Rachmáninov.

La semana que viene, si me acuerdo, les contaré cómo Rachmáninov compuso ese bonito concierto.

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