El diseño se libera de su historia
El reto es nuevo y, al mismo tiempo, viejo como el mundo. Cada generación está obligada a reescribir la Historia pero la actual parece empeñada en negarla. Eso es lo que se deduce de Design contre design, la exposición que acoge el Grand Palais de París. Su comisario, Jean-Louis Gaillemin, niega la validez de la explicación tradicional, esa que hace nacer el diseño con la construcción del Crystal Palace de Londres en 1851 y luego organiza una sucesión ordenada de movimientos: los Arts&Crafts, la Secesión vienesa, el Art Nouveau de belgas y franceses, el modernisme de los catalanes, la Secesión alemana seguida del funcionalismo de la Bauhaus, el constructivismo soviético y así hasta llegar a la aplicación de la "sostenibilidad" al diseño.
El diseño industrial puso la belleza al servicio de la funcionalidad
Para Gaillemin hemos sido víctimas de "un camuflaje minimalista" que, según él, se pone en marcha con el libro de Nikolaus Pevsner, Pioneers of modern design en la medida en que cuenta una evolución que "va de William Morris a Walter Gropius" pero del primero retiene sólo su utopía social y se olvida de que el diseñador, "que soñaba con introducir la belleza en los hogares modestos", confesó los últimos días de su vida: "No he hecho otra cosa que suministrar un lujo repugnante a los ricos". Ese "camuflaje minimalista está al servicio de una estética industrial" que, siempre según Gaillemin, desemboca en productos como los de la serie Armani Casa.
El problema es la belleza, la gran maltratada del siglo XX. El diseño industrial la puso al servicio de la funcionalidad. "Sólo lo que es útil puede ser bello", empiezan a decir los industriales mediado el XIX. "La fealdad se vende mal", concluirá Raymond Loewy en los años cincuenta del XX. Durante siglos la estética, la capacidad de apreciación de la belleza, era algo reservado a las élites. Kant teorizó esa noción inefable de belleza como algo sólo perceptible por unos happy few. Claro, él distinguía entre "lo bello" y "lo sublime". Los diseñadores se dedican a lo bello pues las gotas de horror que exige la sublimidad, según Schlegel, el inspirar miedo, ni está a su alcance ni corresponde a su misión.
El ornamento y la forma del objeto, en la historia oficial, no son un problema de sociedad sino de racionalidad. La industria recupera la belleza, oculta la dimensión mercantil de la operación y la explica a partir de una moral de la utilidad. A pesar de numerosos ataques por parte de "decorativistas" de toda clase -de los neoclásicos del XIX hasta quienes juegan hoy con la mitología como Tord Boontje- la lógica modernista ha logrado sobrevivir, reciclándose bajo distintas etiquetas y argumentos, el último de los cuales es el ecologismo y su respeto a todo lo que puede calificarse de "sostenible".
La exposición, en la medida en que niega jerarquías y progreso, en tanto que cuestiona la ordenada sucesión de movimientos, prefiere contraponer formas e ideas, haciendo caso omiso a la cronología. Se abre con una confrontación entre lo recto y lo curvo, un debate en el que sólo la forma cuenta. Luego manda el imaginario y ahí unos optan por sostener los estilos considerados clásicos mientras otros buscan su inspiración en la antigüedad o las raíces, ya sea a la vera del Nilo de los faraones o yendo hasta las tribus del África negra. La influencia del entorno se declina en otros dos grandes espacios, el primero relaciona diseño con animales, vegetales y humanos, mientras que el segundo explora la obsesión por el reciclaje y por la arquitectura, ya sea porque los muebles se hacen eco de grandes palacios o porque ellos mismos son concebidos como pequeños edificios.
El entorno doméstico, excluidos los objetos de técnica electrónica, de limpieza corporal o gastronomía, absorbe la práctica totalidad de las doscientas piezas elegidas para hacer vivir la idea de Design contre design. Es una batalla incruenta en la que Marcel Breuer decapita el armario, Josef Hoffmann idea en 1905 una escalera que Sol LeWitt copia en 1966, en la que Josef Danhauser en 1830 curva la madera sin necesidad de ordenador como Frank Gehry curvará el cartón en 1987, y en la que el mismo Danhauser se siente heredero de los tronos etruscos antes de ser sucedido por Eero Saarinen en 1956, siempre con la idea de la forma de tulipán como constante.
Design contre design es, en definitiva, una festiva sucesión de choques -del que están ausentes los diseñadores españoles- entre el rigor de la ascesis y el delirio de la exuberancia, cada uno de los bandos tomando nuevas formas y nuevos nombres para una historia interminable.
Design contre design. Galeries Nationales du Gran Palais. Champs-Élyssées. París. Hasta el 7 de enero de 2008.
Entre la industria y la obra única
LA PALABRA diseño conllevaba, hasta hace pocas décadas, el adjetivo "industrial". Se empezó a utilizar a principios del XIX para referirse a la posibilidad técnica y viabilidad económica de ofrecer productos seriados para sectores amplios de la población. La galvanoplastia llevó la cubertería de plata a todos los hogares burgueses de la misma manera que la técnica de calentamiento de la madera descubierta por el alemán Thonet permitió llenar las cafeterías de las grandes ciudades de sillas elegantes y ligeras.
El vínculo entre diseño e industria se mantuvo durante más de un siglo, asociando la noción de belleza a la de utilidad. Ese hermanamiento interesado ha sido denunciado repetidas veces por distintos creadores. Joris Laarman, por ejemplo, realiza en cemento un entramado floral destinado a ocultar los muy funcionales radiadores de calefacción. Gaetano Pesce hace obras únicas destinadas a museos o a los coleccionistas.
A veces esas obras únicas están realizadas con material de "recuperación" o "reciclaje". Es rizar el rizo del absurdo industrial. El prototipo no es tal sino "original" de un molde que nunca existirá. Design contre design habla también de lo que parece un callejón sin salida. ¿O quizá sólo sea una paradoja más?
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