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Columna
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La riada

La naturaleza suele comportarse como un animal doméstico. La disciplina del día y de la noche, de las primaveras y los otoños, del calor y de los fríos, se mezcla en nuestra rutina, nos envuelve con su decorado previsible de nubes o de cielos limpios, de ramas abiertas o de hojas secas, de luces y oscuridades. Pero de vez en cuando, el mar se levanta, el rayo cruza el horizonte y el viento muerde de manera salvaje. La naturaleza nos recuerda que las vastísimas dimensiones del mundo llevan escondida una fiera, y que los hombres tuvieron que inventarse a los dioses para rezar y pedir clemencia ante la cólera desatada de sus uñas. El cielo se rompe en dos bajo la tormenta, el agua cae, multiplica su prisa, arrastra árboles, rompe puentes, desborda los ríos y azota a los pueblos y las ciudades. Buscamos entonces la razón de esta furia en el cambio climático que altera el carácter tranquilo de nuestra tierra, tan alejada de los huracanes caribeños y de las desgracias periódicas que convierten por unos días en noticia a las zonas más pobres del planeta. Pero las estadísticas y los meteorólogos afirman enseguida que las nubes intratables han existido siempre, y que no hace muchos años hubo precipitaciones parecidas, demasiada agua en poco tiempo, toda de una vez, de golpe, después de meses de sequía. El agua tiene la costumbre de caer y de rodar hacia abajo, es minuciosa en su sentido de la orientación, repite sus caminos igual que las aves migratorias, las tortugas marinas, los salmones, los oficinistas y los paseantes de la ciudad. Cuando el agua encuentra ocupados sus espacios, cuando descubre el curso de las torrenteras y las ramblas transformado en una calle con paredes, puertas, ventanas y coches, no duda de sus derechos, afirma sus argumentos en el rincón más profundo de los sótanos y se lleva por delante todo aquello que pretende interrumpirle el paso. Una parte muy notable de las catástrofes provocadas por las últimas nubes se debe a la irresponsabilidad del urbanismo que nos amenaza, como una forma más de la cólera planetaria, y nos exige de nuevo la invención de un dios al que pedirle clemencia con nuestras oraciones.

Maquiavelo utilizó la metáfora de la riada para hablar de la fortuna y de las responsabilidades del ser humano sobre la Historia. Nadie puede evitar que el agua caiga y amenace con la fuerza de sus crecidas, pero los ciudadanos preocupados por levantar diques y encauzar los enfados de la naturaleza evitan que los daños sean irreparables. La cultura ha sabido flotar en el agua, tiñéndola de sentidos metafóricos. El agua purifica en el bautismo, el tiempo pasa y nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar. Las catástrofes, la furia de las riadas, la cuantificación de los daños, nos indican que la naturaleza lleva escondida una fiera en sus entrañas, pero al mismo tiempo nos acusan, nos recuerdan que en vez de edificar diques hemos caído en la locura de invadir, entorpecer, acosar los códigos naturales del mundo. El urbanismo avasallador no sólo destruye la belleza de los paisajes, sino que interrumpe la disciplina de las estaciones y de las lunas. La vista de los pueblos dominados por la avaricia de las casas apiñadas, el panorama de las grúas y las excavadoras infatigables, los escándalos de corrupción, las recalificaciones, las imprudencias urbanísticas, no deben separarse de las riadas y de las cóleras del agua, temible siempre que se la provoca. Nuestras vidas ya no van a dar al mar, fluyen a través de una inmensa urbanización que limita por todas partes con un maletín y un huracán de números negros. La riada es una buena metáfora de la culpa bajo la que vivimos, de la pérdida de rumbo que soportan las ciudades, de la pérdida de autoridad que tenemos sobre nuestros destinos. La imagen que nos define tiene hoy poco que ver con la pila bautismal o con los diques que Maquiavelo proyectó para contener las crecidas. Somos la furia que inunda nuestros sótanos y golpea nuestras ventanas. Nos hemos acostumbrado a vivir en el tejado, con el agua o la sequía al cuello.

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