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Reportaje:LECTURA

La mirada visible

José Manuel Romero

Antes del juicio, todo el mundo sabía mucho de lo que sucedió en Madrid el 11 de marzo de 2004; todo el mundo sabía que un grupo de radicales islamistas mató a 191 personas e hirió a más de 1.700 en un atentado indiscriminado con bombas. Todo el mundo sabía que siete de los asesinos, rodeados por la policía en un piso, se suicidaron antes de entregarse y lo hicieron con la misma dinamita que utilizaron para su matanza en los trenes. Todo el mundo conocía sus antecedentes penales y sociales, había leído sus nombres y apodos, había visto sus caras. Todo el mundo sabía dónde se robó el explosivo con el que mataron, y quiénes colaboraron con los malos hasta convertir en muerte su maldad.

A eso de media tarde, cuando Rafá Zouhier se dedica a hacer gestos obscenos para protestar por el retrato que le está haciendo su última novia,

También antes del juicio, todo el mundo había escuchado inventos inverosímiles sobre lo ocurrido o noticias falsas de vida efímera sobre los alrededores más oscuros del atentado. El ruido de esa ficción alejada de la realidad ha sido tan grande que todo el mundo esperaba el juicio para terminar de saber.

Había decenas de miles de folios de un sumario donde se ordenaban tres años de investigaciones policiales y judiciales, cientos de pruebas y testimonios sobre la matanza; había cientos de pistas sobre los culpables, de Asturias a Madrid, de Chinchón a Leganés...

En ese sumario, la más completa memoria escrita del peor atentado en la historia de España, no aparecían etarras poniendo bombas -porque no fue ETA-, ni policías corruptos capaces de hacer la vista gorda ante los preparativos del crimen -porque no fue la policía-, ni guardias civiles que colaboraban con delincuentes comunes para no investigar el robo de explosivos -porque no fueron guardias civiles-, ni políticos dispuestos a ayudar con el atentado para obtener beneficios electorales -porque no fueron políticos-, ni espías que estuvieran al tanto de la matanza y miraran para otro lado -porque no fueron espías.

No había ni rastro de todas esas perversiones, pero algunos las fabricaron a golpe de repetir mentiras. Aparecieron en informaciones que se apartaban de la vida y traicionaban la realidad, informaciones jaleadas por el PP, el partido que gobernaba España cuando ocurrieron los hechos; informaciones tan falsas como escandalosas que engordaron un bulo colosal respecto a otros autores del crimen distintos a los detenidos o muertos, informaciones que se desinflaban con la misma rapidez con que los agitadores las hinchaban, informaciones que se convirtieron en espantajos grotescos que asustaban de vez en cuando.

Esos espantajos alteraron el juicio de manera que en la vista oral se pasearon de la mano los hechos probados y las invenciones; las evidencias y las casualidades; los datos y las elucubraciones sin fundamento; la realidad y la imaginación; la noche y el día. Era el mundo del revés: terroristas sentados en el banquillo de los acusados defendidos por los abogados de algunas víctimas.

En esas condiciones, la vista oral por el mayor atentado en la historia de España tuvo que juzgar una de las mayores mentiras difundidas en democracia. Dos juicios en uno, y ambos, vitales para la conciencia de España.

Por eso este libro es tan necesario. Las crónicas de Pablo Ordaz -un escritor que no pasa inadvertido ni se hace invisible ante los hechos- quitan los velos que los testimonios interesados levantan sobre cualquier juicio, también sobre el del 11-M, para confundir la verdad y evitar la condena.

Durante cuatro meses, Ordaz se afanó en escuchar dentro y fuera de la sala de vistas, en buscar la verdad de las miradas, en investigar por delante la tragedia para detectar los intereses que se escondían detrás de las preguntas y de las respuestas, en descubrir el significado de los gestos de los que se subían cada día al teatrillo del juicio oral... Las crónicas, masticadas desde por la mañana, digeridas con trabajo por la tarde y elaboradas por la noche contra el reloj de las diez, contienen muchas palabras que se resistieron hasta quedar fijadas para siempre en el papel. Ordaz las buscaba con ahínco, a veces fuera de la hora de cierre, pensando más en el lector que en el juez o el abogado con el que tendría que chocar la mirada al día siguiente. Por eso, siempre se le entendía.

En estos textos periodísticos, tan atípicos como contundentes, Ordaz no se conformaba con escribir sobre la línea superficial de los distintos actores del juicio, intentaba que alguien le contara lo que devoraba por dentro a los protagonistas. Estas crónicas hacen interesante lo importante, se ocupan de los dichos de la vista oral, pero sobre todo se afanan en explicar los hechos. Los tres pies del gato es una sucesión de historias que enseña de la vida. Buen provecho.

Los tres pies del gato.

Aguilar.

Ésta es una crónica escrita junto a la habitación de cristal blindado en la que se encontraban los procesados del 11-M, el juicio de mayor repercusión mediática desde el del 23-F. Es el relato de las intenciones de los terroristas, la vergüenza de sus familiares y el dolor de las víctimas. También de los intentos burdos de manipulación política. En estas páginas se analiza el fenómeno y se reproducen algunos extractos del libro.Era el mundo del revés: terroristas en el banquillo

de los acusadosdefendidos por los abogados de algunas víctimas.

LA ÚLTIMA LLAMADA DEL 7º SUICIDA

Aquel tipo solitario, al que nunca nadie vio sonreír, vivió los últimos días de su vida caminando con la espalda pegada a la pared, víctima de manía persecutoria o simplemente de locura. El 8 de marzo de 2004, tres días antes de la matanza de Madrid, telefoneó a su único amigo en España, un sirio llamado Safwan.

-Perdóname si te he causado problemas.

-Pero ¿estás metido, Yasin?

-Nos veremos en el cielo. A mí no me cogerán vivo.

Era el 27 de marzo de 2004. Sábado. Justo el sábado siguiente, Alekema Lamari, más conocido por Yasin, se convertía en el séptimo suicida de Leganés. (...)

No se escucha un susurro. Más que un policía contando la investigación del 11-M, la voz del inspector parece la de un intérprete especializado en aquellos seriales de mesa camilla y radio de válvula de Guillermo Sautier Casaseca. (...)

Desde el fondo de la sala, dos jóvenes se ríen y ridiculizan cada frase del agente. Uno va apuntando todo en una libreta; el otro -peinado con brillantina y coleta a la manera de los banderilleros antiguos- le hace de mozo de espadas. Pertenecen a una extrema derecha que cuelga en la web sus exabruptos sobre la instrucción, su tesis conspirativa, que llega a dudar hasta de que los terroristas se suicidaran en Leganés. Pero la voz del policía suena coherente. El resultado de su trabajo se puede ver dentro de la habitación de cristal blindado. Gracias a ellos, el de la coleta y el otro pueden conspirar hoy mucho más seguros.

LA PENA COMPARTIDA

Dice Pilar Manjón que, hace dos días, El Egipcio la miró, se llevó un dedo a la sien y le dijo:

-Estás loca.

Y ella dice que sí, que El Egipcio tiene razón.

-Sí, estoy loca, porque personajes como él me han vuelto loca. Yo sólo quiero volver al 10 de marzo...

(...)

La sesión ha terminado y, a sólo unos metros de Carmen Toro y El Dinamita -ambos en libertad condicional-, marcha Pilar Manjón. Va acompañada de su gente, un grupo muy compacto formado por víctimas, psicólogos y abogados. Cuando el juicio termine, en la memoria de los que han asistido día tras día a la Casa de Campo quedará sin lugar a dudas la impronta de ese grupo. Es estimulante verlos repartirse a partes iguales el trabajo y el cariño, unos haciendo de enredadera y otros de pared encalada a duras penas. Tal vez no haya mejor manera de definirlos que unas palabras del escritor Eduardo Galeano.

-Para salvarnos, juntarnos. Como los dedos en la mano, como los patos en el vuelo. El primer pato que se alza abre paso al segundo, que despeja el camino al tercero, y la energía del tercero levanta vuelo al cuarto, que ayuda al quinto, y el impulso del quinto empuja al sexto, que presta fuerza al séptimo. Cuando se cansa el pato que hace punta, baja a la cola de la bandada y deja su lugar a otro, que sube al vértice de esa uve invertida que los patos dibujan en el aire. Todos se van turnando, atrás y adelante. Ningún pato se cree superpato por volar adelante, ni subpato por marchar atrás. Los patos no han perdido el sentido común...

Así se van ellos cada tarde, compartiendo la pena, sin aspavientos, por una calle lateral, protegidos por un escolta que ya también forma parte del grupo -se lo pusieron a Manjón cuando empezó a ser amenazada, y no precisamente por los islamistas-. Como diría Galeano, tecnología de vuelo compartido, o sentido común, o tal vez la única manera de no volverse loco.

EL 'STRIP-TEASE' DE LOS CONFIDENTES

Sostiene la novia del confidente que ella no sabe quién es Cristina ni Sandra ni Asun, que sólo sabe de la existencia de Trini, pero no de todas las demás amantes anteriores o superpuestas del tal Rafá Zouhier, traficante de hachís y confidente, un tipo bravo y pendenciero al que le gusta alardear de una fotografía en blanco y negro en la que aparece en cueros y bien embadurnado de aceite. Hasta ayer, Rafá Zouhier fue ése. Incluso él mismo, con sus gestos y sus camisas imposibles, ha venido cultivando esa imagen de fantasma y de fiestero para contraponerla a la religiosidad de El Egipcio o a la afición por la guerra santa de Abu Omar, dos de sus compañeros en la habitación de cristal blindado. Pero desde ahora, Zouhier es otro.

-Agentes, llévense a Rafá Zouhier. Métanlo en el calabozo.

El juez Gómez Bermúdez no tiene un buen día. Su aire habitual, expeditivo pero amable, está virando a marejada con rachas de fuerte marejada. No hay abogado que no se haya llevado ya un gañafón. Así que, a eso de media tarde, cuando Rafá Zouhier se dedica a hacer gestos obscenos para protestar por el retrato que le está haciendo su última novia, lo envía al calabozo con cajas destempladas. El marroquí, un tipo espabilado que se sabe el sumario al dedillo, es consciente de la gravedad del momento. Su novia se está atreviendo a retratar a una persona cruel, desconocida hasta ahora.

Es el penúltimo capítulo de una relación muy oscura. La mujer que está declarando desde detrás de una mampara -guapa, moño alto, hechuras que se llevan tras de sí las miradas de los guardias- lo hace también desde detrás de una amargura.

UNA MUJER SIN NOMBRE VENCE AL MIEDO

Dice que tiene miedo, que le han dicho que antes o después terminarán matándola, que no sabe a ciencia cierta de dónde vienen esas amenazas, pero que sí, que supone que detrás de ellas está su marido. Él la escucha desde la habitación de cristal blindado, y sonríe. Pero ella empieza a hablar y ni su miedo, ni su voz frágil ni su pobre español consiguen ocultar lo que esta mañana tiene que revelar. Son las fotografías de lo que vio, lo que oyó y lo que supo durante el año largo que convivió con él. Del cuarto oscuro de sus recuerdos va surgiendo la imagen de un hombre radical, obsesionado con la guerra santa y con Bin Laden, rodeado siempre de El Tunecino y a veces de El Chino, dos de los fanáticos que luego se suicidaron en Leganés, un hombre cuya aspiración en la vida era derribar las torres KIO de Madrid y tener muchos hijos varones para vengar a sus hermanos musulmanes allá donde hiciera falta. Ella deja de hablar y es como si la luz se encendiera. Todas las fotografías de su marido están colgadas en la sala. Y él, un sirio llamado Mohannad Almallah Dabas, ya no sonríe. (...)

La mujer acaba de hablar, y dos policías intentan que salga de la sala sin que nadie la vea. No lleva velo, viste una camisa roja y parece una mujer segura de sí misma. Durante el interrogatorio, el fiscal y algunos abogados han llegado a desesperarse por sus dificultades con el idioma y han dejado entrever cierto fastidio. Pero en la sala queda la estela de una mujer valiente, de pie sobre su miedo, tan lejos de su país y de sus sueños tan recientes.

MANOLÓN Y EMILIO, UN AMOR IMPOSIBLE

Manolón y Emilio eran amigos, muy amigos. Su amistad tenía además el valor de lo imposible. Manolón era policía, el jefe de los policías, y Emilio, delincuente, el jefe de los delincuentes. Por si fuera poco, su amistad florecía en una ciudad pequeña, Avilés, la típica ciudad pequeña donde todo el mundo conoce a todo el mundo, todos los papeles están repartidos y nunca se entendió que la zorra y las gallinas se fueran de juerga juntas. A Toro, el cuñado traficante de Emilio, se lo llevaban los diablos cada vez que veía al marido de su hermana reunido en un bar, "jiji, jaja", con el jefe de la pasma.

Manolón está sentado delante del tribunal. Su figura recuerda a la de un bobby inglés pasado de báscula, mofletudo y sonrosado, el sueño de cualquier carterista sin ganas de sudar. Su papel no es fácil. Tiene que justificar el gran fracaso de su vida. Emilio Suárez Trashorras, su amigo y confidente, está allí al lado, comiéndose las uñas dentro de la habitación de cristal blindado, acusado de suministrar la dinamita con la que se volaron los trenes de Madrid. Por eso, cuando un abogado le pregunta a santo de qué Emilio y él mantenían tantas conversaciones telefónicas, el policía intenta salir del atolladero con una respuesta que lleva implícito el fracaso del cazador cazado, del policía vigilado:

-Yo creo que Emilio me llamaba mucho porque me quería tener controlado.

Y la voz de Manolón se esparce por la sala como la del amante que, ya demasiado tarde, se percata de que lo que él creía amor es más bien adulterio. (...)

Luego le toca el turno a un joven apodado El Gitanillo, ya condenado por el 11-M en 2004. Su vida es una de esas historias tristes que rodean el juicio. Un padre en la cárcel, una madre que bastante tiene con llevar algo de comida a casa. Él mismo, amenazado a punta de pistola para que transporte la droga. Y todo ello mientras Manolón y Emilio, un policía y un delincuente, "jiji, jaja", en un bar de Avilés.

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