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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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Anónimo mantovano

1

Fue llegar a Mantua y enterarnos de que en la ciudad de al lado, en Módena, acababa de morir el vecino más ilustre, Luciano Pavarotti. De repente, toda la atención mediática mundial se centró en la ciudad vecina. Estoy seguro de que, aun no habiendo muerto el tenor, tampoco la atención mundial se habría centrado en Mantua. Allí había sólo un festival literario. Estaban Wole Soyinka y Orhan Pamuk, dos premios Nobel. Y autores como Jonathan Coe, Frank McCourt, Erri di Luca, John Berger, David Grossman y John Banville. Pero la atención mundial nunca se ha perdido por parajes literarios. En el fondo, es una suerte. Nuestra vida de estos días en la discreta Mantua ha tenido dimensiones humanas, mientras oíamos decir que en la ciudad vecina las vidas parecían televisadas. Tiene Mantua algo de ciudad anónima, pues al regresar del viaje he comprobado que casi nadie sabe nada de ella. Pero allí trabajó Mantegna y tuvieron el poder los Gonzaga, y allí se encuentra el Palazzo Té, con su genial sala dedicada a las relaciones de Amor con Psique.

2

Espiar en Mantua al maestro de las falsas identidades, espiar a John Banville, es algo que nunca había pensado que haría. El primer día, le vi tomando una cerveza, sentado en una terraza con una señora que parecía su esposa. Y el segundo -confirmando que lleva doble vida- sentado en la misma terraza con una segunda esposa. También pude ver que mi admirado Banville -más bajito de lo que le imaginaba, pero estaba su sombrero panamá para remediarlo- se moría de risa viendo pasar a dos ceremoniosos carabinieri con traje de gala. Y deduje que era muy evidente que le fascinaban toda clase de disfraces y de imposturas. Le estuve observando con la máxima discreción, pero me pareció que se daba cuenta. No en vano, él era el único de los escritores invitados a Mantua que se esforzaba por pasar desapercibido, es más, por ir casi de incógnito, por ser lo más parecido que puede haber a un hombre anónimo. Tal vez por eso, Banville vigilaba a su alrededor y parecía imitar a Alex Vander, personaje de su novela Shroud (Imposturas), aquel farsante que a su paso por las calles de una ciudad italiana de provincias -una cojera cómica y el bastón y el sombrero ocupando el lugar del garrote y la máscara de Arlequín- recordaba la commedia dell'arte: "Siempre sospeché que acabaría así, como un marginado, recorriendo las calles secundarias de alguna ciudad anónima, hablando solo y observado por los transeúntes".

Banville me recordó a Alex Vander, pero también a Moses Herzog, personaje de Philip Roth. Y es que intuí, viéndole moverse tan intenso y pasivo, que su temperamento era de una inocencia tan extraordinaria como su sofisticación: un loco cuyo odio destilaba comedia, un erudito en un mundo traicionero, y a pesar de todo, aún a la deriva en la gran piscina del amor de la infancia, la confianza y la excitación por todas las cosas. Un genio con doble vida, divirtiéndose en su errancia.

3

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Al caer la tarde, encontré audiencia para contar que Antonio Tabucchi duda de la existencia de Borges y piensa que el rechazo de éste a una identidad personal (su afán de no ser Nadie) nunca fue tan sólo una actitud existencial llena de ironía, sino más bien el tema central de su obra. En su relato La forma de la espada, Borges, a través de su personaje John Vincent Moon, sostiene la siguiente convicción:

"Lo que hace un hombre es como si todos los hombres lo hicieran. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine a todo el género humano; como no es injusto que la crucifixión de un solo judío sea suficiente para salvarlo. Posiblemente Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, todo hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon".

Yo soy ahora John Vincent Moon y digo que para Borges el escritor llamado Borges era un personaje que él mismo había creado y que, si nos sumamos a su paradoja, podremos un día decir que Borges, personaje de alguien llamado como él, no existió jamás como tal. Su vida fue probablemente un libro.

4

A la mañana siguiente, recibí en el hotel a un señor muy serio que preguntó si podía hacerme exactamente cuatro preguntas. Empezó queriendo saber si me identificaba plenamente con el título de mi libro, El viajero más lento. Dudé al contestar. El señor aquel tenía un gesto tan grave que no parecía proclive a las vacilaciones. Opté por decirle que sí, y me pareció que, después de todo, era la respuesta más coherente. Entonces sonrió y, con palabras pausadas, me dijo que era el presidente de la Asociación Internacional del Tiempo Lento. ¿Qué se contesta a alguien que dice algo así? Me quedé lento de reflejos. La segunda pregunta buscaba conocer mi opinión sobre el tiempo. "Si no me lo preguntan, lo sé, pero si me lo preguntan, lo ignoro", dije imitando a san Agustín, y temiendo la reacción airada del señor del Tiempo Lento. Pero el hombre ni se inmutó, siguió anotándolo todo en un cuaderno. La tercera pregunta pretendía averiguar si el tiempo era la imagen móvil de la eternidad. Comencé a preocuparme porque tuve la impresión de que aquel hombre tenía todo el tiempo del mundo y que iba a ser difícil -después de haberme declarado a favor del Tiempo Lento- explicarle que tenía una cierta prisa porque me esperaban en la plaza de Sordello. Hubo una cuarta, quinta, sexta pregunta. Y más anotaciones parsimoniosas en su cuaderno. Sentí que había quedado atrapado en una trampa claustrofóbica. Y pensé en decirle al señor del Tiempo Lento: "Soy un ser anónimo, ¿me permite volver a la libertad?". Iba a decírselo cuando el hombre, esbozando una sonrisa, cerró su cuaderno y me comunicó que habíamos llegado al final de nuestro tiempo. "Siga su camino", añadió magnánimo. Frenando mi velocidad, salí perturbado, pero libre, hacia la plaza Sordello.

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