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Columna
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Éxtasis gastronómico

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Uno de los grandes misterios de la Galicia contemporánea, de no fácil explicación, es la forma en la que se han propagado por la superficie del país toda clase de fiestas gastronómicas. Desde que, en el año 1964 comenzó en O Carballiño la Fiesta del Pulpo, la apoteosis de la comida y la bebida en nuestras fiestas populares ha alcanzado niveles fabulosos, más allá de toda medida. No sabemos qué clase de nuevo dios pagano se conmemora en ellas, pero a buen seguro que no debemos de confundirlo con ningún santo previamente identificado. Es cierto, sin embargo, que Mijail Bajtin, el autor del célebre La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento deambularía extasiado por cualquiera de las fiestas gastronómicas del país, asombrado de la perduración, en plena modernidad tardía, de una actitud tan propia de goliardos.

Desde luego, en estas fiestas impera una actitud de democracia gastronómica: se venera al pan de broa con la misma intensidad que a la tortilla, el pimiento de Padrón, las sardinas, los chicharrones, el cocido, los percebes, el vino de Barrantes o el albariño, el licor café o el aguardiente de hierbas. Durante todo el año, pero especialmente ahora en el verano, las gentes corren de un lugar a otro, de Viveiro a Tui y de O Grove a Verín, intentando desesperadamente hacerse un hueco en alguna mesa en la que se pose cualquier cosa que llevarse al gaznate o pueda tragarse entre pecho y espalda. El acento es puesto siempre en el producto básico, y jamás en las formas más sofisticadas mediante las que podría ser elaborado. En este punto, como todos sabemos, los gallegos somos de un tradicionalismo inconmovible. El rechazo a toda innovación es inmediato, instintivo, sin matices.

De lo que no cabe duda es el tremendo consenso que esta forma de identidad étnica genera en torno a sí. El entusiasmo gastronómico constituye un valor compartido, y ante esta esencia del país no caben disputas. De hecho, toda concejalía o comisión de fiestas que se precie, no importa color o tendencia, ha decidido que la mejor y más fácil manera de provocar una aglomeración de gente en su pueblo o aldea es organizar una fiesta en la que se rinda culto a Baco o a Pantagruel. Como la fórmula ha tenido un éxito abrumador, el pueblo gallego ha ido adquiriendo en estas décadas matices de comunidad rabelesiana, a decir verdad un poco grotescos.

Esto, sin embargo, extrañamente, no provoca estupefacción, sino que es tomado como si fuese lo obvio y natural y no necesitara ninguna explicación. No lo es, sin embargo. Que yo sepa -pero muy bien puedo estar equivocado y algún antropólogo quizás me desmienta- este fenómeno es puramente local. Hasta dónde estoy informado este éxtasis de la fiesta gastronómica no tiene equivalentes. A los amigos más o menos especialistas a los que he consultado así se lo parece también.

El hecho es que la desaparición de un universo campesino, marinero y popular como el que correspondía a la Galicia de tres o cuatro décadas atrás ha provocado una sustitución de fiestas y romerías, en las que se practicaban unas ciertas formas de sociabilidad elegante, en los términos de una sociedad rural por estos nuevos modos de evento, tan generalizados, pero sin duda más vulgares. En un país con una enorme vergüenza social relacionada con los orígenes populares, y en el que la condición rural ha sido vivida siempre como un estigma, es sorprendente esta universalización, entre prácticamente todas los estratos sociales, de una cultura, más bien basta, de la enchenta.

En otros tiempos el fallecido Domingo García-Sabell invocó la "memoria del hambre" para darle una cierta coherencia al fenómeno. Una vez superados los tiempos de miseria, el hartazgo vendría a constituir una especie de resarcimiento por los días de ayuno pasados. La explicación, sin embargo, parece extraña en un país en el que las nuevas generaciones, que no dejan de concurrir con entusiasmo a estos eventos, están muy lejos de haber padecido nunca en sus carnes tal grado de necesidad.

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Más bien lo que ha sucedido es que la coincidencia en el tiempo de la desaparición de todo un mundo agrario y popular, el desarrollo económico y el apogeo del turismo se han confabulado para provocar ese estallido voluptuoso en el país. Las fiestas gastronómicas no constituyen una continuación de las antiguas fiestas y romerías. Más bien son un fenómeno estrictamente contemporáneo, y al que hay que saber ver no sólo en su relación con un pasado transmutado sino también con una cultura de la fiesta, del consumo, de lo sexy y efímero, una cultura individualista y mediática más bien que comunitaria, propia de una Galicia que también en este aspecto ha roto amarres.

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