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¿Se puede vivir sin Bergman?

Gustavo Martín Garzo

Me pregunto cómo podemos convivir con la muerte. Cómo nos las arreglamos para aceptarla a nuestro lado sin caer en la desespera-ción o enfermar de tristeza, para continuar nuestra vida convencidos de que con un poco de limpieza todo será como antes, como nos pasa con esos invitados que al alejarse dejan un rastro de vasos sucios, colillas y ceniceros sobre la alfombra. Me pregunto cómo podemos acostumbrarnos a esas idas y venidas, a que la muerte esté aquí cada día, con sus mil caras, sus mil disfraces distintos, cobrándose sus víctimas como los cazadores se cobran ciervos, perdices, patos o conejos. Cómo podemos acostumbrarnos, sobre todo, a que esas víctimas puedan ser los seres que amamos, nuestros amigos, nuestros familiares y los que han sido objeto de nuestra devoción. Cómo, por ejemplo, pudimos escuchar hace poco la noticia de la muerte de Ingmar Bergman y dejar que todo fuera pasando hasta que pareciera algo normal, algo que ni siquiera había que lamentar en exceso, pues se trataba de un hombre mayor, alguien que acababa de cumplir 89 años y que había tenido una vida fecunda que muchos envidiarían. Alguien que había sido famoso y querido, y al que príncipes, presidentes de Gobierno y otros poderosos del mundo habrían querido visitar, aunque él no se dejara visitar por nadie, ni aceptara premios, ni invitaciones que le obligaran a dejar la isla en que vivía. Y es verdad que llevaba años viviendo en esa isla, en un voluntario retiro, y que había dejado prácticamente de dirigir obras de teatro y hacer películas. Pero aun así, me pregunto cómo podemos aceptar que ahora ya no esté allí, que no ocupe aquel discreto lugar, ni que la luz que en la noche ilumine las ventanas de su casa no sea la de su conciencia. Qué vamos a hacer ahora que sabemos que ya nunca romperá sus promesas y abandonará su isla para visitar su teatro en Estocolmo o rodar, tal vez para televisión, otra de sus películas, como pasó con Saraband, la última que rodó. Fue sólo hace dos o tres años, y en ella volvió a sorprendernos a todos, pues Bergman fue uno de los creadores más excepcionales que ha existido jamás, alguien cuyas películas, representaciones teatrales y libros tenían el poder de conmovernos, maravillarnos y horrorizarnos a la vez, en que vida y muerte, ternura y rigor, amor y desesperación iban de la mano, como sólo pasa en la obra de los más grandes, aquellos que nunca deberían morir.

Y sin embargo es verdad que nos quedan sus obras y bien podemos decir que nos basta con ver las películas, escuchar los discos o leer los libros de los escritores cineastas o músicos que amamos, para que en cierta forma éstos regresen para acompañarnos en esas lecturas o en las salas en que escuchamos o vemos sus obras. Hace unos días, en un precioso artículo, Javier Marías hablaba de ese poder que hay en libros, discos y películas para vencer a la muerte. Y es cierto. En el arte hablan los desaparecidos, y basta con abrir un libro, poner un disco o ver una película, para que al instante podamos percibir no sólo las palabras, sino el temblor luminoso de los gestos y el sonido de las voces de los que ya no están. Una biblioteca, por ejemplo, es una reunión de muertos, ya que una buena parte de los autores presentes en sus estantes ya no están en el mundo. Y sin embargo, nos basta con abrir sus libros para volver a escuchar las mismas palabras que ellos escribieron y tener con ellas sus pensamientos y sus deseos más ocultos.

Todo el cine de Bergman gira sobre ese misterio de la presencia. No buscó otra cosa y su amor al cine y al teatro lo demuestra. Quería las palabras de los hombres, pero también sus rostros y sus cuerpos, verlos reír y llorar. Y sus personajes eran como él, por eso se buscaban con ese encono, por eso eran capaces de decirse o hacerse lo más terrible. Querían ser reales, contar para los demás. Cuando se acusa a Bergman de ser abstracto, de no tener sentido de lo concreto, es porque no se sabe nada sobre él ni se sabe nada de sus películas. Posee, más que ningún otro, el sentido de la encarnación. En Los comulgantes, un pobre hombre se obsesiona por la bomba atómica y, al no poder soportar el dolor de la extinción del mundo, decide poner fin a su vida; en Fanny y Alexander, el amoroso padre regresa de la muerte porque no puede renun-ciar a los que ama; en Fresas salvajes, un viejo profesor vive convencido de que nada de lo que ha sido existencia puede desaparecer del todo. Todos tienen el mismo temor, el temor a que todo desaparezca, a que no quede nada. Todos viven llevando una llama en sus manos, la llama de su conciencia. Quieren que la vida continúe, a pesar de que ninguno la entiende. En El séptimo sello, el caballero se las arregla para entretener a la muerte y conseguir que la familia de comediantes se sal-ve y pueda seguir la función en otro lugar. Ese espectáculo reno-vado es el símbolo de la vida, la vida que se siente contemplada por otras vidas, que vive y que hace vivir. La vida vista a la luz de la conciencia. El poder del cine y el teatro es el poder del amor. Encender las luces que permiten iluminar la escena y transformar la vida en epifanía.

Todo el cine de Bergman está lleno de homenajes a este poder del arte. Homenajes a los espectadores que llenan sus butacas y se quedan absortos en la escena, como pasa en la secuencia inicial de La flauta mágica, donde al tiempo que escuchamos la hermosa obertura de la ópera de Mozart la pantalla se puebla de los rostros que la escuchan. Rostros iluminados no por una luz exterior, sino por la luz de su propia conciencia, la luz que nace de la contemplación. Y su cine está lleno de personajes que miran, que observan a los demás. La enfermera de Persona, el profesor de Fresas salvajes, el hermano de El espejo, el niño que recorre en El silencio el oscuro hotel, la criada de Gritos y susurros. Y por supuesto los niños protagonistas de Fanny y Alexander. Nadie que haya visto esta película podrá olvidar su defensa de la infancia, de la vida como creación incesante, de su capacidad para surgir luminosa de la noche.

El mismo Bergman decía en una de sus últimas entrevistas que si su cine gustaba era porque emocionalmente era un niño y hablaba a los espectadores como un niño. Y todos somos niños cuando vamos al cine. Somos niños cuando escuchamos música o cuando leemos. Como son niños todos los grandes artistas. Chaplin tenía el poder supremo de transfigurar las cosas, Dreyer hablaba con los muertos, Hitchcock tendía trampas a las niñas rubias para luego poderlas salvar, Tarkovski quería vivir en una casa en llamas, John Ford soñaba con peleas interminables y en rivales nobles como caballos. Y el niño quiere sentir que la belleza le está destinada. Quiere hacerla suya, saltar sobre ese muro que la separa de nosotros, superar la nostalgia insufrible y tomar la belleza en sus manos, como hace con los pájaros que se acercan a él.

Es lo que quieren los personajes de Bergman y por eso son feroces, porque nada les basta. Mentirosos, ávidos, perversos, incapaces de callarse lo que piensan, siempre están dispuestos a insultarse y decirse las cosas más terribles, incluso a pegarse. Pero, ¿por qué iban a hacer algo así si no fuera para sentirse vivos? Quieren abandonar este mundo de fantasmas, "las sucias cavernas de la realidad". Y es verdad que sus películas rondan en ocasiones lo insoportable, pero no lo es menos que hasta pueden resultar graciosas, y tal vez habría que considerar a Bergman como un secreto humorista. Escenas de un matrimonio nos sitúa, por ejemplo, ante una pareja que literalmente se despellejan ante nosotros, pero a la vez hay algo cómico en esa forma extraña, obsesiva de buscarse. Y sus discusiones y peleas bien podrían recordarnos aquellas escenas del cine mudo en que los personajes se arrojaban tartas de merengues y se daban todo tipo de golpes, para estar al momento otra vez en pie, como tentetiesos. Strinberg dijo que puede que no haya nada más terrible que un hombre y una mujer que se detesten, pero puede que tampoco haya nada más cómico, y las comedias están llenas de parejas así. Parejas que se detestan y que a pesar de todo no pueden renunciar a estar juntos. Ninguno de los personajes de Bergman quiere madurar, y esa es la razón por la que se pelean y lloran. Ninguno quiere envejecer, todos quieren encontrar el hechizo que les proteja del dolor. "Todo comienza", dice uno de los personajes de Creadores de imágenes, "con un grano de arena que entra en la ostra y le causa dolor. Entonces la ostra la rodea de nácar y crea la perla. Sin dolor no hay perla y sin hechizo sólo queda la arena".

Todo el cine de Bergman gira sobre esta búsqueda de la transfiguración que sólo el arte, y su hermano gemelo, el amor, pueden ofrecer. En Sonrisas de una noche de verano, uno de los personajes dice que el amor es un juego de malabarismo. Hay tres pelotas en el aire: la primera son las palabras; la segunda, el cuerpo, y, la tercera, el corazón.

Cuando Bergman rodó Saraband tenía 85 años. En ella vuelve el mejor Bergman. Un Bergman implacable en su lucidez, que no se cansa de contemplar el extraño e inagotable espectáculo de la vida. Hay una escena que nunca olvidaremos. El feroz anciano corre al cuarto de su vieja amante y se pone a temblar en camisón junto a su puerta. Es entonces cuando el milagro del malabarista vuelve a producirse y sentimos zumbar en el aire, junto a las palabras terribles y los cuerpos gastados, esa tercera pelota que es el corazón del hombre.

En ningún otro lugar de la obra está mejor ejemplificada esa magia que en Fanny y Alexander, que puede que sea la película más hermosa que se haya rodado jamás. La vida se transforma en ella en una hermosa función donde todos tienen un papel que cumplir. No importa que no se sepa qué función es ésa, ni lo que significa, pues todo en esta película está cargado de sentido. Su enseñanza se confunde con la enseñanza eterna del amor: que la simple presencia de las cosas es más importante que las explicaciones que no tenemos.

Gustavo Martín Garzo es escritor.

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