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Columna
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Albedrío

Padecemos un verano que quizá hubiera hecho feliz a san Lorenzo en su parrilla y ha rebozado en sudor y fatiga a los madrileños, que siempre creemos que la extremosidad climática ha sido la última. Aunque se supone que la mayoría de los habitantes se toma las vacaciones en este mes, o ha cargado las pilas en el también tórrido julio, son más las personas que aguantan a pie firme sobre esta plancha recalentada, ofreciendo la patética figura ciudadana de las paradas de autobús, que rara vez recupera el ritmo previsto y nos confina bajo el terrible sol de agosto en busca de la imposible sombra del mediodía.

Las personas solitarias pasamos las vacaciones como podemos, cavilando con envidia y melancolía el afectuoso concilio familiar de quienes comparten estas largas jornadas lejos de la urbe. Aunque se ha descubierto que son las vacaciones origen de buena parte de los divorcios otoñales, cuando la convivencia se revela como fórmula difícil de afrontar y resolver. Así que el periodo veraniego descubre la exacta dimensión de nuestra vida privada y la revancha que de las contrariedades laborales se toma cada cónyuge en la intimidad.

En otro tiempo, organizado de forma distinta, el páter familiae se vio aliviado, casi al cien por cien, de las penalidades domésticas que recaen sobre la esposa. El varón permanece en la ciudad, amarrado a las tareas, muy diluidas en época canicular, con alguna voluntariosa visita a la piscina cercana, el aperitivo anterior a la cena y aquellas inocentes incursiones por los locales nocturnos al aire libre que fueron palestra del tímido Rodríguez, especie, por lo oído, en extinción.

Las vacaciones eran el tiempo de la lasitud, el abandono de los problemas, la complacida recompensa de disfrutar un par de semanas o tres con la guardia relajada, el veraneo feliz, íntimo y compensador de las fatigas dejadas atrás.

¡Y un jamón con chorreras!, que se decía antiguamente, cuando éramos jóvenes. Por lo observado durante el curso de breves invitaciones amistosas o familiares, los idílicos proyectos, henchidos de comprensión y benevolencia son retórica engañosa. El problema no surge sólo entre las parejas, sino que tiene origen en el comportamiento de los miembros más recientes, los hijos que han rebajado la frontera de su libertad por debajo de los 14 años -especialmente las chicas- y rehúyen, escapan del contacto con los progenitores, por muy permisivos y tolerantes que sean. Parece ser que lo antaño llamadas barreras generacionales han encogido el ámbito y a lo que menos quiere parecerse un menor es a sus padres, no por la actitud de éstos y su presumible talante retrógrado, sino por un muro de incomunicación difícil de rebasar. Salvo, por supuesto, a las horas de la manducación o de exigir la "paga" sólo a veces merecida. El modelo se encuentra fuera del círculo personal: es un cantante, actor, deportista, incluso un torero, pero triunfadores, de la índole de Rafa Nadal, Sergio García, José Tomás, o sea, el listón, apetecible.

Por lo que sé, entre la juventud que reclama el ejercicio del recién estrenado libre albedrío, son numerosos las chicas y chicos que se comportan con juiciosa normalidad, incluso luchan por una beca Erasmus y se disputan los primeros puestos. Desgraciadamente tienen poca prensa, que procura poner de relieve la pereza, el conformismo, la inclinación humana hacia la vía torcida.

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Les une, quizá, la distancia que ponen a los adultos para compartir sus problemas, algo no reducido a la diferencia con los de edad avanzada. Hemos visto la trayectoria de aquellos alegres energúmenos de pelo largo, guitarra en bandolera y desdén por la higiene, hoy, 40 años más tarde, inexorables barrigudos, calvos ellos, fondonas y más bien resignadas ellas.

En otros tiempos, aún cercanos, los adolescentes desearon ser como sus mayores, recorriendo un sendero ya vivido. Hoy -con temor a equivocarme-, los adultos no se atreven a confesar si quisieran, de poder, cambiarse por los insólitos descendientes, con la sensación de que sería moverse por un campo de minas y con los ojos vendados. O sea, cada cual a lo suyo, sin saber, con exactitud, cual cosa es la mejor.

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