Criaturas infernales
Llevo días sin poderme librar de una mirada que nunca encontré, pero que fácilmente puedo imaginar. La mirada del ciervo al que dio muerte Manuel Fraga Iribarne. "El ciervo mayor de toda mi vida", se vanagloriaba el pasado domingo. Y hacía bien. Es muy de machos acabar con la vida de hermosos e inofensivos animales, aunque sea en una berrea como Dios, ese Dios suyo, manda, y pese a que podríamos aducir que si la calle y hasta la autonomía fueron suyas, con mayor razón la berrea.
Pero pónganse en el lugar del ciervo. Qué desesperación debió de sentir el astado, en el caso de que le diera tiempo a ver a su agresor -que no lo creo, porque estos valientes disparan bien de lejos; aunque quién sabe lo que da de sí la visión de un ciervo en peligro-, al pensar que iba a irse de este mundo con Fraga Iribarne reflejado en sus pupilas. Dos Fragas en los ojos y un disparo en la frente.
Hace tiempo vi una película sobre un asesino en serie en que el tipo, después de hacer barbaridades con las niñas, las mataba y les sacaba los ojos, porque creía que la policía, si les miraba las pupilas, podría descubrir su identidad. No sucedió así y llevó años echarle el guante. En el caso del ex ministro franquista de Información y Turismo y posteriormente del Interior, y más tarde padre de la Constitución y presidente de una comunidad autonómica y ahora honorable anciano -pero siempre cazando ciervos hasta conseguir el mejor de su vida-, no hay que temer que pague por las piezas cobradas. Ni antes ni ahora.
Qué rudo es el verano. No hace falta que nos metamos en catástrofes ni en guerras ni en accidentes para descubrir su lado oscuro. Las especialidades Caza y Monte, así como Jara y Sedal, ejercidas por los poderosos, tienen también su pesadumbre que aportarnos. Mientras yo temblaba al cruzarme con los ojos del ciervo que nunca vi, y me preguntaba por qué demonios el noble venado no se había podido dar de belfos, pongamos, con la reina de Inglaterra, como aquel su colega que en la película The Queen colmaba de paz el corazón de Isabel II; mientras cavilaba en eso, Vladímir Putin salía de pesca.
Salía como sale él a todo. No crean que me estoy refiriendo a la jornada que el ruso compartió con Alberto de Mónaco en el río Yenisei, en donde "capturaron dos peces de buen tamaño", por seguir con la jerga viriloide. En ese aspecto, parejas de pesca más raras ha habido: Franco y su atún de cabecera, Jonás y la ballena (gris), el capitán Ahab y la ballena (blanca)... No, aquí lo curioso fue la exhibición -este tío es un megalómano amenazador, pero además un presuntuoso que va de cachas- realizada por Putin, al vadear el Yenisei a torso descubierto y, el cielo nos guarde, embadurnado en betún de camuflaje. Puede que fuera crema de protección solar marca KGB -él, que está perforando el Casquete Polar Nórdico, conoce mejor que nadie de qué tiene que protegerse-, pero el resultado era un fotograma de Apocalypse Now de los que más ponían los pelos de punta: aquel en el que Robert Duvall, rascándose los testículos y después de haberse cobrado unas cuantas vidas de vietnamitas, se dispone a practicar surf.
Con hombres así se escribe la historia. O si no se la escribe se la hace. Y se la deshace.
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