La herida y el cuchillo
Frankenstein, obra que Mary Shelley publicara en 1817 con 19 años, es una historia fascinante por muchas razones. La mayoría ha sido analizada hasta la saciedad y ha contribuido a instalarla de manera vívida en el imaginario de nuestra cultura. Decenas de libros y películas nos han familiarizado con las figuras de sus protagonistas, que bucean por el agua de nuestros sueños infantiles y adultos, interpelándonos acerca de lo que somos, de nuestros terrores y límites, del papel de los saberes en la construcción de lo humano, de los misterios de la creación.
El científico visionario e irresponsable y su criatura, un monstruo que tratará de integrarse en la civilización sin conseguirlo, es un prototipo de separación catastrófica, de cirugía extrema entre la parte luminosa y la sombría que se mezclan hasta hacerse indistinguibles dentro de cada persona.
Asesinos infelices e incontrolados no son sino la zona oscura de lo que somos, liberada por estupidez o imprudencia
Como sus herederos, los doctores Moreau o Jekyll, Victor Frankenstein comete un error fatal: creer que los secretos de la existencia se reflejan mejor en el acero de un bisturí o en el espejo autocomplaciente de un silogismo, que en el claroscuro de una hoja movida por el viento. Es decir, confiar más en las reglas de cualquiera de las ramas del conocimiento que en el libérrimo manifestarse de la vida. La salvaje tarea de dividir (al alma del cuerpo, el yo del no yo, la verdad de la mentira, el cielo del infierno o la vida de la muerte) sólo puede producir asesinos infelices, por más que sus creadores se disfracen de médicos o de filósofos y por mucho que luego se justifiquen o se lamenten.
Asesinos infelices e incontrolados que no son sino la zona oscura de lo que somos, liberada por imprudencia, por estupidez o por complacencia inconsciente en su demoniaca capacidad destructiva. Es por esto, por constituirse en ejemplo visible de una unidad brutalmente sajada, que, cuando nos referimos a los personajes principales de este relato, intercambiamos sus características sin darnos cuenta: llamamos Frankenstein al monstruo, que en realidad no tiene nombre, y nos olvidamos de cómo se llama su autor, al que también otorgamos el título de doctor sin que lo sea.
Hasta sus discursos se confunden: el cultivado universitario y el contrahecho analfabeto, que aprendiera los rudimentos del lenguaje y del pensamiento espiando por una rendija las conversaciones de una familia, se expresan con similar retórica, con palabras y conceptos intercambiables. Victor Frankenstein y su criatura son el reverso y el anverso de una herida, dos maneras de señalar el mismo borde ensangrentado de la conciencia romántica y contemporánea. Y el monstruo, lo monstruoso, no es: ni ese ser de casi tres metros de altura, costuras al aire, vísceras robadas en los cementerios, fuerza sobrehumana y resistencia animal a las inclemencias atmosféricas que estrangula inocentes para vengarse de su padre, ni el estudiante omnívoro de ciencias que pone sus ambiciones técnicas al margen de la ética o del sentido común, sino el desmenuzamiento, la carnicería entre aspectos contradictorios pero complementarios a la que nos obliga nuestro modelo de mundo.
Lo monstruoso es vivir, como el famoso vizconde de Calvino, demediado, descuartizado, porque ése es el origen de todo sufrimiento individual y colectivo. Lo monstruoso es confiarle al cuchillo y su hemorragia la tarea de explicarnos lo que somos. En este libro sin madres (ninguno de los personajes que lo habitan conserva a su madre muchas páginas, como la propia Mary Shelley, que perdiera a la suya a los 10 días de nacer), la vida es hija del laboratorio, no de la naturaleza, y de la mente, no del amor.
El resultado salta a la vista: los alegres son asesinados, los paisajes son castigados con tormentas furiosas y las utopías morales o políticas son arrasadas por los hechos.
Y Frankenstein y Frankenstein, el interior y el exterior de la misma conciencia supurante, el creador desesperado y su tristísima criatura, se saben condenados a perpetuidad a perseguirse por los hielos del Polo Norte para no perder la única certeza que les queda: que hasta que la pesadilla no regrese al sueño del que procede, nada tiene sentido. Nada. Tiene. Sentido.
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