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Columna
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La jota de la roseta

Javier Sampedro

FÓRMULAS QUE MUEVEN EL MUNDO

La NASA dio a conocer en marzo unas imágenes pasmosas. Eran unas excelentes fotos del Polo Norte de Saturno recién tomadas por la sonda Cassini. Y el polo estaba cubierto por un gigantesco y desafiante hexágono regular. La estructura ya había sido captada por las misiones Voyager hace 26 años, pero los científicos nunca la habían podido ver con tanta nitidez. El modo en que gira lo hace similar a nuestro vórtice polar. Sólo que es hexagonal.

"La espesa atmósfera de Saturno, dominada por olas circulares y células de convección, es tal vez el último lugar donde esperarías encontrar una figura geométrica de seis lados", comentó entonces Kevin Baines, del JPL de la agencia espacial en Pasadena. "Y sin embargo ahí está". Ahí estaba: con sus hexagonales raíces hundidas al menos 100 kilómetros bajo las nubes de Saturno; con 25.000 kilómetros de diámetro entre dos vértices enfrentados, casi suficiente para encajar a cuatro planetas Tierra.

Lo que llama la atención no es tanto ver un hexágono, sino verlo solo. Es cierto que un solo hexágono regular tiene sus artimañas. De punta a punta mide el doble de su lado. Y su lado mide lo mismo que el radio del círculo que lo inscribe (que en realidad es otra forma de decir lo mismo). En esto se basa el método más simple para dibujarlo, descubierto por Euclides en persona. Trazas una circunferencia y levantas el compás: su apertura te da el lado del hexágono inscrito.

Pero el hexágono, como la abeja, brilla sobre todo por sus talentos colectivos. Sólo hay tres polígonos regulares capaces de pavimentar (o teselar) el plano, y él es uno de ellos. Y el único, por cierto, que se mantiene fiel al plano, porque los otros dos -el triángulo equilátero y el cuadrado- también pueden plegarse en cubos, tetraedros, icosaedros y cosas peores. El hexágono, en cambio, sólo puede rodearse de otros seis hexágonos y teselar sin fin su mundo de dos dimensiones.

En 1858, un año antes de publicar El origen de las especies, Charles Darwin se acercó a visitar a su amigo el reverendo John Innes, que ahora da nombre a uno de los mayores centros británicos de investigación botánica. Darwin no estaba buscando camorra, sino abejas: quería ver de cerca cómo demonios construían esos insectos sus famosos panales hexagonales. Siempre estuvo fascinado por ellos, y les dedicó un buen pasaje en el libro.

Nuestro cuerpo tiene una forma alargada debido a una operación que ha permanecido constante en los 600 millones de años de evolución animal, y que actúa sobre una malla hexagonal de células del embrión (suele llamarse extensión convergente, o intercalado).

Sin moverse de su sitio en el ordenado pavimento hexagonal, las células deben reorganizar discretamente sus afinidades, porque al rato forman dobles filas como los grupos de jota, seis chicas y seis chicos, que se extienden a lo ancho. Después el grupo de jota junta sus manos y forma una cohesionada roseta de 10 o 12 radios. Pronto vuelven a formar en doble fila, pero esta vez a lo largo: el resultado es que el conjunto del embrión se alarga y se estrecha a la vez.

Hay dos formas periódicas clásicas de colorear una malla hexagonal (sin llegar al extremo de pintarlo todo igual). Cada vértice de la red está rodeado por tres hexágonos, y puedes pintar dos iguales y uno distinto, o bien los tres distintos. ¿Bastarían estos coloreados para organizar la jota de la roseta que acabamos de ver?

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