Ropa de verano, ropa de invierno
Fuera del restaurante hay 40 grados; dentro estamos tiritando. Se me ha olvidado echar un jersey en el bolso y me toca pagar las consecuencias. Ahora, en lugar de salir de casa en todo el sopor de un mediodía de agosto con abanico, hay que salir con algo de abrigo. En invierno, por cierto, hay que quedarse en manga corta en los sitios cerrados, del calor que hace. El mundo al revés para despilfarrar y gastar más energía. La ropa es casi intemporal, como si nos estuviésemos anticipando al cambio climático, y ya se ha dejado de decir eso de guardar la ropa de invierno para sacar la de verano y al revés, algo que suena a trabajo titánico. Siempre he admirado a la gente que hace eso. Sacar del armario toda la ropa de invierno, guardarla y colocar la de verano, y cuando llega octubre volver a hacer lo mismo, y volver a decir, "he guardado toda la ropa de verano y he sacado la de invierno". A veces he intentado hacerlo, porque tal vez sea conveniente que los hijos te vean esforzándote en esta tarea para que luego ellos también la hagan y no se sientan diferentes. El caso es que siempre que lo he intentado, alguien ha llamado a la puerta o por teléfono y he tenido que posponerlo, y, a lo tonto, a lo tonto, nos hemos plantado en octubre, y entonces he pensado: "Mira, ya no tengo que sacar la ropa de invierno porque ya está sacada. Aunque quizá haya llegado el momento de tener agallas y guardar los pantalones cortos, las sandalias, las toallas de playa, los biquinis, ¿pero dónde? ¿no está mejor todo revuelto? Como el mundo, como el tiempo, como nuestros sentimientos". No hay nada que me deprima más que las casas llenas de armarios empotrados para guardar ropa y más ropa y maleteros con mantas y falsos techos con maletas. Así que contemplando la ropa que he de guardar he pensado que lo más sensato es tirarla. La voy a guardar en el contenedor de la basura; al fin y al cabo casi todo lo que tengo es de rebajas. Compraré lo que necesite para la temporada, y cuando el armario esté muy lleno tiraré lo que sobra.
Tampoco parece nada práctico viajar con miles de maletas que se van a perder por los aeropuertos de turno con el consiguiente disgusto y quebraderos de cabeza. ¡Dios santo!, ese que te toca en la cola de facturación de la T-4 con 10 enormes maletas llenas de todo lo que tiene en los armarios empotrados. Qué apego a sus cosas, y sobre todo, cuántas cosas. ¿Para qué tantas, si las puedes comprar en cualquier parte? En el año 2000 recibí el Premio Alfaguara de novela y tuve que viajar de promoción por casi toda Latinoamérica. Iba a pasar del calor al frío y del frío al calor en cuestión de horas. Iba a necesitar abrigo e iba a necesitar bañador, botas y sandalias, jerséis de lana y vestidos de tirantes. Me veía como a una de esas viajeras románticas de antaño seguida por porteadores con sus baúles y maletas y neceseres haciendo juego. Pero enseguida me dije, no te flipes, y opté por una pequeña trolley que podía llevar conmigo siempre, por lo que me evitaría las molestas esperas de equipajes y la tendría controlada en todo momento. Con buen criterio sospeché que el hotel siempre estaría cerca de algún centro comercial y que con el dinero del premio podría darme el capricho de proveerme de lo necesario e ir deshaciéndome por el camino de lo que me estorbara. Y así lo hice, y se lo aconsejo a todo el que se encuentre en este caso. Es una maravilla ir por el mundo ligera de equipaje. De hecho, cuando a alguien se lo extravían, ese alguien sobrevive, y si no apareciese nunca al final se olvidaría de lo que había metido allí.
Llegará un día en que no necesitemos ropa. Tal vez se invente una especie de burbuja que nos proteja del frío, del calor, y en la que proyectemos los diseños que más nos apetezcan. Según van las cosas de rápido parece ya un poco anacrónico que nos tengamos que vestir y que tengamos que cargar con los trapos de un lado para otro. Pero hasta que llegue esa novedad, no veo el momento de salir corriendo de esta nevera al fuego de la calle.
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