Mi enfermedad
La clave del supuesto espanto de mi supuesta "enfermedad" está en una crepuscular anotación de 1920 en el diario de mi creador.
Allí, James Matthew Barrie (1860-1937), ensayó posibles títulos para una secuela de su más poderosa creación -yo- y apuntó: "Título para obra: The man who didn't COULDN'T grow up o La vejez de Peter Pan".
Y el asunto tiene su gracia. Una gracia triste pero gracia al fin. Y es que parece ser una constante en las vidas de autores reales que consiguen dar a luz y a sombra a personajes mucho más poderosos que ellos mismos: la necesidad -el mismo impulso de Víctor Frankenstein para con su criatura, que jamás pidió ser cosida a pedazos y por completo resucitada- de destruirlos, anularlos o corregirlos.
Harry Potter ha comprado ya un par de bungalós para su próximo retiro. Pagó al contado y en efectivo, por supuesto.
Y así un Barrie cansado y arrepentido, parece, quería invertir mi polaridad y modificar la gozosa alegría por no crecer que me obsequió a la hora de mi triunfal estreno en 1904 con las melancólicas meditaciones del que descubre que no puede crecer y se pregunta si tal vez no se ha perdido de algo importante.
Tonterías.
Yo soy feliz como siempre fui y siempre seré y no hay continuación por encargo de un hospital o película de Steven Spielberg desbordante de efectos especiales que pueda llegar a cambiar eso. Yo (primer personaje secundario en un libro protagonizado por otro niño, luego pantomima deluxe y después, por fin, dueño de mi propia novela) soy el que soy, y desde entonces y hasta ahora el mundo no ha hecho otra cosa que darme la razón. Ya saben: reverenciar lo infantil, diseñar juguetes y gadgets para adultos, perseguir la juventud eterna con cirugías y dietas y hasta variaciones religiosas, lanzarse hacia el oasis de horizontes perdidos donde la vejez es un espejismo que se desmonte a golpe de clonaciones y reencarnaciones de laboratorio. Todos quieren lo que yo tengo y las palabras de aquel Mesías de final infeliz y volador reescritas por mi carcajada. Ya no se trata de un "Dejad, que los niños se acerquen a mí" sino de dejar que ese niño que soy me acerque a todos ustedes. Y los posea y los vampirice y los domine y, finalmente, sí, los contagie. Yo soy el virus sin vacuna, la plaga sin fronteras, la enfermedad en cuyo nombre se permite faltar a la escuela, a la oficina, a todas y cada una de las responsabilidades. No culpen a Barrie. Él, fue el médium para una idea que ya entonces -en la victoriosa era victoriana- estaba en el aire: que la infancia y ser niño dejaban de ser una experiencia traumática para convertirse en el momento más perfecto de nuestras existencias. Ese tiempo perdido en el que vivimos tan intensamente y que -paradoja poética o mecanismo de defensa- tan pronto olvidamos. De ahí que se nos vaya el resto de la vida intentando recuperarlo y, por culpa de la amnesia, reinventándolo y sublimándolo. Hay algo terrible, sí, en que accedamos a la idea de nuestra infancia recién en nuestra madurez: que nuestra pasada infancia sea un fantasma dotado de la misma solidez que nuestra futura muerte. Yo me negué a ello, a pasar por esa puerta, a ser como todos. Yo decidí conservar lo que a todos los demás se les escapa entre los dedos como arena de reloj de arena.
Yo sigo allí y estoy acá.
Lo mejor de ambos mundos.
Y justo ayer comenzaron las obras para la urbanización de Neverland. Terrenos protegidos, sí, pero protegidos por mí; y quién se atrevería a juzgar y condenar a un niño por especulación inmobiliaria. Habrá campos de golf y piscinas y bosques cuidadosamente coreografiados y discotecas y playas y tragos largos de colores radiactivos y nombres absurdos y hasta Hook -si no puedes con ellos, únete- ha consentido ser maestro de actividades recreacionales y todo eso. Tigrilla como profesora de New Age y Campanilla como instructora de aeróbic. Un parque temático donde los adultos volverán a ser niños y los niños tendrán prohibida la entrada.
Harry Potter ha comprado ya un par de bungalós para su próximo retiro. Pagó al contado y en efectivo, por supuesto. Bienvenidos a Neverland, bienvenidos a mi enfermedad. De algo no hay que morirse.
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