La persiana cerrada
Si las detenciones policiales de activistas de ETA -"milagrosas" según Mariano Rajoy- han sido la convincente respuesta práctica a la ruptura del alto el fuego (supuestamente permanente) declarado en marzo de 2006, el artículo publicado el domingo por el presidente del PNV bajo el título "No imponer, no impedir" es un decisivo paso político para el aislamiento de la banda y de sus organizaciones ancilares. Josu Jon Imaz pone en guardia contra el peligro de que la organización terrorista marque la agenda política de los próximos meses: "Aunque no nos guste, ETA está ahí, mirando lo que hacemos". A diferencia de los dirigentes del PP, que consideran una traición todo lo que no sea la rendición sin cuartel de la banda, el presidente del PNV se mantiene fiel al espíritu de la Resolución del Congreso de 2005: si ETA mostrase -"lo cual no es desgraciadamente el caso"- la voluntad inequívoca de renunciar a la violencia, el recurso al final dialogado "recuperaría su sentido". Sin embargo, en estos momentos -"ojalá lleguen otros tiempos"- la prioridad es hacer frente a los terroristas: "La acción policial y la deslegitimación social y política de su entorno" son los procedimientos adecuados para conseguirlo. Las dos vías se hallan intercomunicadas: sólo su debilitamiento operativo, social y político "llevará a ETA a la reflexión necesaria para que opte por cerrar definitivamente su persiana: lo demás es voluntarismo".
El nacionalismo radical ha buscado siempre puntos de convergencia con el nacionalismo institucional para juntar fuerzas frente al supuesto enemigo común: el trasfondo ideológico de matriz sabiniana y el programa máximo del PNV han ofrecido a ETA superficies de aterrizaje para ese artero canibalismo táctico. El plan B de la banda podría ser esta vez -apunta Imaz- la declaración de una falsa tregua condicionada a la convocatoria por el lehendakari de un referéndum cuya pregunta no hubiese sido pactada con los representantes de todas las sensibilidades de una sociedad plural. Ese tipo de consulta popular conduciría a una confrontación política; además, "no hace falta ser adivino" para imaginarse las consecuencias de un desacuerdo político entre las instituciones de autogobierno vasco y las Cortes Generales una vez aprobado en las urnas el referéndum: ETA volvería a matar, ahora "en nombre de la defensa de una voluntad popular no atendida".
Por lo demás, el artículo de Imaz reformula o clarifica los dos fundamentos del documento sobre pacificación y normalización política aprobado en octubre de 2005 por el PNV. De un lado, el compromiso de no imponer la voluntad de una parte de la sociedad vasca sobre la otra en función de su adscripción nacionalista. Cualquier pacto de carácter institucional -un nuevo Estatuto o una reforma del existente- sometido a referéndum debería alcanzar una mayoría cualificada superior a la conseguida por el Estatuto de Gernika, que obtuvo en octubre de 1979 el 90,20% de los sufragios emitidos, esto es, el 53,13% sobre el censo. De otro lado, el principio de no impedir que las Cortes Generales ratifiquen íntegramente el proyecto estatutario aprobado con mayoría cualificada, primero por el Parlamento vasco y después por referéndum. A efectos operativos, la directriz de no imponer las reformas institucionales limitaría la presumible mayoría nacionalista en el País Vasco, mientras que el compromiso de no impedir en las Cortes Generales su posterior aprobación limitaría la hegemonía de los partidos de ámbito estatal.
Sin embargo, la portavoz del Gobierno de Vitoria anunció anteayer que el tripartito pondrá en marcha el próximo septiembre los trámites para la consulta popular anunciada en su programa. A esa potencial fuente de conflictos se unen las tensiones del proceso electoral interno del PNV que arrancará en otoño y que brindará al sector soberanista minoritario de Egibar la oportunidad de conquistar el poder. Imaz se halla en lo cierto al advertir que el debate sobre el referéndum es una peligrosa maraña; el documento del PNV de octubre de 2005 -recuerda- subrayaba que la anunciada consulta popular no debería ser un arma arrojadiza entre las fuerzas políticas, ni tampoco una excusa para descargar sobre los ciudadanos la obligación de los partidos de conseguir un entendimiento: su única justificación sería la ratificación de un amplio acuerdo previo.
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