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Columna
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Perdidos en el espacio

Somos extranjeros en nuestro propio mundo. Según los últimos estudios la Tierra no pertenece al lugar en el que se encuentra en el Universo. Formamos parte de una constelación llamada Sagitario, que está siendo engullida por la Vía Lactea. O sea que toda nuestra Historia desde Atapuerca hasta las Torres Gemelas pertenece a otra galaxia que para colmo es enana. Los científicos no han llegado a esta conclusión por crueldad mental, sino por precisión matemática.

Lo bueno de la astronomía es que sitúa al hombre en el lugar que le corresponde. No somos el ombligo del universo, sino simples emigrantes planetarios en busca de refugio. A pesar de esto hay jefes de negociado que hinchan el pecho y dicen: usted no sabe con quien está hablando o aquí falta una póliza. La Tierra va camino de convertirse en un secarral geológico y de poco servirá tener acciones de Iberdrola o ser registrador de la propiedad. Es probable que en cierto espacio de tiempo la materia se desintegre en el infinito. Pero antes de que eso ocurra nuestro planeta vagará por el universo como un cayuco a la deriva en busca de un lugar donde establecerse.

Desde la época de los Zigurats, los sumos sacerdotes de Mesopotamia han sabido que las estrellas presiden de igual manera la desgarrada violencia de la humanidad que el azar de nuestra existencia. Bajo su conjunción aritmética se halla la ecuación que nos traerá la suerte o el infortunio. Por eso mientras aquí abajo se extiende la barbarie, la gente todavía sigue confiando en su carta astral para enamorarse.

El Universo está lleno de misterios. Cada año desaparecen millones de estrellas. Hay energías oscuras, agujeros negros, extrarradios, callejones sin salida, enormes extensiones sin cartografiar. Lo que vemos no es más que el 5% de lo que existe. El astrónomo danés Tycho Brahe aprendió el arte de la geometría de niño, jugando con una esfera celeste del tamaño de un puño. Sus únicas armas en una Europa desgarrada por las guerras de religión eran el telescopio y el compás y con ellas se dedicó a medir la armonía del universo. Atrapado entre la tierra papal y el sol luterano, fue declarado hereje por ambos bandos, pero descubrió la posición de mil ciento treinta y seis estrellas y gracias a eso al asomarnos a la ventana de madrugada, podemos sentir la brisa que dejan los astros en su procesión nocturna.

Ha hecho falta un millón de años de evolución de Homo sapiens para darnos cuenta de que somos unos jodidos intrusos planetarios. Menos mal que en el firmamento no existen leyes de extranjería cósmica que nos puedan repatriar con lo puesto a la desolada y maltrecha galaxia enana de donde salimos. Pero a pesar de esta precaria condición de inmigrantes espaciales, los astros siguen gobernando nuestros sueños y quizá por eso hasta el último alienígena sin papeles puede sentirse el rey de la creación, tumbado boca arriba en la arena de una playa contemplando las estrellas bajo la chisporroteante oscuridad mientras las olas arrastran hasta la orilla la música lejana de un bolero de verano.

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