Estampa
"CON EL CUCHILLO grababa círculos en los troncos de los árboles, con la vara pintaba rayas en el agua y en la nieve". Quien así ociosamente se afanaba era el pastor Mijaíl Yavkov, dando verosimilitud a esa vieja leyenda sobre el naciente genio pictórico, que insiste en cómo algunos solitarios cuidadores de ganado, luego artistas famosos, descubrieron su vocación al cogerle gusto a ese dejarse llevar impremeditado por trazar en el mismo suelo los rasgos de la naturaleza. A Yavkov, sin embargo, esta absorbente pasión le elevó la mirada hacia el cielo, que escrutaba con fijeza, viéndolo todo blanco, cuando las nubes cubrían el sol, pero también, después, todo negro, quizá como efecto del deslumbramiento; en cualquier caso, un cielo blanco y negro, como un tablero de ajedrez. Por otra parte, "Mijaíl Yavkov, ante la inabarcabilidad de la estepa y de los cielos, buscaba la línea del horizonte en su propia cabeza, un celeste apagado que se extendía por la piel como un mar tranquilo". Quien nos relata las cuitas de este paisajista mental es el escritor asturiano Moisés Mori (Cangas de Onís, 1950), autor de un libro memorable, titulado Estampas rusas. Un álbum de Iván Turgueniev (KRK ediciones), donde, mediante una sucesión de breves síntesis, no sólo nos va contando la biografía, el espíritu y la obra del genial novelista ruso, sino el trasfondo de la agónica historia de su país durante el siglo XIX, en la que tan sólo la literatura logra que las piezas encajen. Imbuido del aliento poético de Turguénev, el friso de Mori está intercalado por imágenes o estampas que parecen cortadas sobre las hechuras mismas de este escritor, nacido en 1818 y muerto en 1883.
Tal es el caso de la esbozaba sobre Mijaíl Yavkov, ese pastor al que la contemplación del natural le llevó a un tan gran ensimismamiento que terminó orillando su arte al borde la abstracción: "Blanco sobre celeste, cuadro negro en espacio blanco, paisajes de la mente, planetas sonoros, blanco sobre la nieve". ¿La deriva de un fanático prendado con la inmensidad de la bóveda celeste? No obstante, ¿acaso no coincidió su delirio con la fuga solar de los impresionistas, cada vez más obsesivamente pendientes de los constantes e imprevisibles cambios de la luz natural? ¿No acabó el mismo Monet cegado por sus casi inaprensibles reflejos? Pero, sobre todo, ¿no fue un pintor ruso, Casimir Malevich (1878-1935), quien entre 1917 y 1918 ejecutó la serie significativamente titulada Blanco sobre blanco, la pura nada luminosa?
Parece como si cada una de las cien entradas que Mori dedica a glosar el mundo de Turguénev no fueran sino una colección de instantáneas hilvanadas al ritmo de una progresiva esfumación, cuyo disipado humo por fin nos enfrentase a esa otra nada celeste de la revolución, construida, sin embargo, por mil hilos invisibles, donde está tramada nuestra misteriosa identidad vacante. Fibra a fibra, Mori nos atrapa en el hermoso y fascinante cendal de la escritura de Tuguénev, pero para adentrarnos en las costuras de nuestra desnudez, tan frágil en medio de la cósmica infinitud, negro sobre blanco, blanco sobre blanco.
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