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Columna
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Bajo su pulgar

Diego A. Manrique

Desde 2007, cuesta imaginar lo que supuso el concierto de los Rolling Stones en el Vicente Calderón madrileño el 7 de julio de 1982. Hablo en singular aunque fueron dos shows, el segundo dos días después, en compensación por la imposibilidad de actuar en Barcelona, en el estadio del Español.

En aquellos tiempos, tampoco era automático que las superestrellas pasaran por España. Con reflejos franquistas, las autoridades prohibían conciertos que temían conflictivos: maldición eterna para aquel miserable que impidió que Bob Marley cantara en Madrid.

Los Stones habían debutado en 1976, en una plaza de toros barcelonesa, tarde violenta de cargas y bombas de humo (¡incluso contra los que habían pagado entrada y estaban dentro!). El promotor, Gay Mercader, que también les trae ahora, aún se lamenta de que fue despellejado por los medios, aparte de perder hasta la camisa. Así que no era simplemente "vamos a ver a los Stones, que hay que cumplir con el rito", como ha ocurrido en sus últimas visitas. Más bien, dominaba el "nos corresponde tener a los Stones en Madrid".

El año anterior, unos golpistas nos habían hecho temblar. Disfrutar de sus Satánicas Majestades suponía una confirmación de que lo peor había pasado y que el país entraba en una normalidad europea que entonces -y ahora- resultaba reconfortante para una sociedad con tendencia a dejarse arrastrar por instintos cainitas.

Tensos, mil y pico policías controlaban el Vicente Calderón y sus alrededores. El acceso al estadio resultó lento y enojoso (en eso, ay, no hemos avanzado mucho). Pero se había esperado demasiados años a "los Rolling" -Madrid, antes de la movida, presumía de ciudad rockera- y soportamos las incomodidades, los retrasos. Tengo la memoria de una multitud alegre y escasa de ropa, dispuesta a que nadie aguara la fiesta.

Reconozco con pesar no haber prestado mucha atención al grupo telonero, la bostoniana J. Geils Band. Lo importante era situarse, conectar con los amigos (no, tampoco había móviles para quedar "a la izquierda de la mesa de sonido") y confirmar que se iba a materializar el sueño, a pesar de unas nubes amenazadoras.

A partir de aquí, los recuerdos se mezclan con la mitología. Suena el piano de Duke Ellington con Take the A train y los Stones aparecen cuando ha comenzado a llover, uno de esos chaparrones veraniegos que sorprenden más que incomodan. Deleite: ¿también tienen pacto con las fuerzas divinas?

Están escupiendo Under my thumb y uno se traga una fugaz decepción, esperaba algo más cargado de simbolismo que ese abrumador alarde misógino, donde Jagger presume de tener bajo su pulgar a la dama que una vez le hizo padecer.

El viento arrecia y, por un momento, parece que se cae el tingladillo. El montaje stoniano de 1982 no es precisamente una exhibición de hi-tech escénica: unas inmensas telas pintadas que se hinchan, a punto de alzar el vuelo.

Racimos de grandes globos se desploman sobre el escenario y Mick, que lleva un chubasquero, duda si ponerse a resguardo. Keith y Ronnie siguen a lo suyo, machacando sus guitarras. Bill, el bajista díscolo, saca sus recursos de inglés imperturbable. Charlie y su batería deben estar allí, entre los apurados pipas que despejan globos y afianzan el decorado.

Tres minutos de Under my thumb y los Rolling han conquistado Madrid para siempre. No importa que Jagger suelte luego esas simplezas en castellano que ha aprendido en el camerino, sobre su felicidad al estar aquí y la belleza de las españolas. Tenemos delante a los Rolling Stones y vamos a gozar.

Apretados y mojados, sabemos que nos lo merecemos: es nuestro tiempo y nadie nos lo va a arrebatar.

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