"¡Nos han invadido!"
Más de 60.000 sevillistas inundan durante todo el día las calles de Madrid ante una afición del Getafe más discreta pero igual de apasionada
El Sevilla parece encontrarse a gusto disputando finales. Y sus aficionados, mucho más. En la primera final de los últimos años que jugaba en España, la victoria del conjunto andaluz fue arropada en Madrid por una comitiva masiva de más de 60.000 personas. La final de la Copa del Rey, frente al Getafe, ha provocado la expedición más popular, más accesible y por supuesto masiva de las que han disfrutado los seguidores sevillistas.
"¡Vaya marabunta! ¡Si es que nos han invadido! Bueno, que se confíen, que se cansen, que se crean que somos pocos... ¡Getafe está a 12 kilómetros!", respondía a la avalancha un aficionado del equipo del sur de Madrid a las dos de la tarde. A esa hora, tan sólo eran un puñado los seguidores del Getafe que pululaban alrededor del Santiago Bernabéu. Sólo había espacio para el rojo y el blanco del Sevilla. Para sus tarteras y barbacoas improvisadas. Para las palmas de fondo. "Bueno, más dura será la caída", se reía José Carmona, que con su silla de ruedas nunca se ha perdido un partido del Getafe. "Ni un entrenamiento", dejó bien claro mientras compraba una bandera de Asturias, "azulona", para Paredes, central del Getafe. "Por si le hace falta", añadía.
La marea vestida de blanco y rojo estaba formada por personas de todas las edades
Las más 60.000 personas que aseguraba el presidente, José María del Nido, que le habían confirmado "oficialmente" que se habían desplazado desde la capital andaluza y otras partes de la comunidad suponen una cifra colosal y, por supuesto, jamás alcanzada.
Para ir a Holanda (UEFA, el año pasado), el principado de la Costa Azul (Supercopa) o Escocia (UEFA, este año), las otras finales disputadas por el Sevilla en las dos últimas temporadas, había que tener dinero y pedir tres o cuatro días de permiso en el trabajo. Para llegar a Madrid, un sábado además, lo más importante eran las ganas. Más de 35.000 aficionados se presentaron en la capital, a sabiendas además de que no iban a poder entrar en el estadio, pues no tenían entrada.
La marea vestida de blanco y rojo estaba compuesta por personas de todas las edades, por familias enteras que habían encontrado en la identificación con un club de fútbol un motivo para disfrutar juntos. En uno de los trenes AVE en los que se desplazaron los seguidores del equipo andaluz hasta Madrid, compartían bocadillo un hombre con un carné de socio del Sevilla con más de 50 años y un bebé de apenas seis meses, ambas generaciones intercaladas por los padres del pequeño. Mientras el abuelo recordaba aún con dolor las 11 horas de viaje en un utilitario para presenciar la final de Copa de 1962 y el gol de Puskas y el penalti parado por Araquistain que le dieron el título al Real Madrid, el niño se reía divertido a cerca de 300 kilómetros por hora con la canción que los padres le cantaban una y otra vez, y que algún día se enterará que fue compuesta por un tal Arrebato para conmemorar los primeros 10 años del -se presume- será para siempre el club de sus amores.
La fiesta sevillista empezó desde muy temprano en los alrededores del colegio de San Agustín, en donde se habían instalado las carpas para acoger a los seguidores del conjunto andaluz. Había de todo. Desde barbacoas improvisadas a locuaces locutores pertrechados por los diabólicos megáfonos de bolsillo que suponen el perrito piloto de las ferias de ciudades y pueblos en este año.
Si alguien conoce lo que significan para tanta gente los triunfos del sevillismo es el propio presidente de la entidad, José María del Nido, que recibió la insignia de oro de la Federación Española. Como tiene por costumbre, soltó una arenga populista al más puro estilo político. Si se hacía el ejercicio de cambiar el nombre del Sevilla por el de un Estado, podría parecer que se estaba viviendo un momento histórico para un pueblo entero. "El Sevilla será lo que los sevillistas quieran que sea", arengó.
Paul Auster definió el fútbol como la manera que habían encontrado los europeos para poder enfrentarse sin tener que declararse la guerra. Esa parte épica la exprimió ayer Del Nido como un limón. Si a los del Getafe les gustaba declararse los espartanos de la final, el presidente sevillista emuló a César, que no se hizo con el poder en Roma tras vencer en Farsalia, sino meses después, cuando convenció a sus legionarios que había que cruzar el Rubicón con los riesgos que eso suponía.
No sólo el presidente y los seguidores del Sevilla pasaban las horas anteriores al partido como podían. Los hinchas del Getafe también se hicieron notar por las calles de Madrid. A las 17.00, la carpa preparada para ellos se daba un aire al metro de Tokio en hora punta. No entraba ni un alfiler. La Plaza de Picasso, a la sombra de los rascacielos de Azca, era un hervidero azul. Así hasta que echaron el cierre, hora y media antes del partido.
Miles de forofos, bien regados con vino tinto, calimocho y demás variantes de más o menos grados, sustituyeron por un día a los habituales yuppies repeinados y con prisas de diario. 36 personas fueron atendidas en las inmediaciones del estadio por el Samur, todas con patologías leves. Y claro, el alcohol soltó las cuerdas vocales de más de un seguidor. Las vergüenzas se destaparon. Empezaba el casting. Los había enamorados de Güiza. "Es el mejor delantero de España, ¡17 goles!", decía solemne Francisco Arenas.
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