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Columna
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La ciudad bien hecha

La posibilidad de despegar los pies de la tierra nos permite divisar las cosas a vista de pájaro. Por ejemplo, las ciudades. Si de ordinario las percibimos de forma fragmentaria, con perspectivas cortas, basta con subir a lo alto de un rascacielos o de un monte, o con tomar un avión, para alcanzar una dimensión más compleja: la dimensión urbanística, la relación espacial entre las distintas partes de la ciudad y entre ella y su entorno territorial. Es necesario tomar altura para tener una idea cabal del impacto de la construcción sobre el territorio, de la desmesurada ampliación de las áreas urbanas y del exceso en la escala de lo construido. Sin embargo, sólo con los pies en el suelo y a la distancia corta se obtiene esa sensación indefinible que podríamos llamar pertenencia. Es la apropiación del espacio, la acomodación al entorno que nos envuelve, y que muchas veces se traduce en la identificación con lo más humilde, que nos conmueve porque está profundamente inserto en nuestra biografía.

Nadie es perfecto. El aprecio que sentimos por una persona o una cosa es el balance entre sus virtudes y sus defectos. Lo mismo se puede aplicar a las ciudades. Incluso aquellas que nos encantan son el resultado de la dialéctica construcción-destrucción. Aunque nuestra percepción obedece fundamentalmente a procesos sensoriales, instintivos en buena medida, hay sin embargo algunos indicadores objetivos que pueden ayudarnos a descifrar el equilibrio entre lo positivo y lo negativo. En primer lugar, es esencial que la ciudad haya seguido un proceso ponderado entre conservación y renovación, de modo que entre los pasos del pasado y los del presente haya continuidad pese a los inevitables saltos; dicho en términos urbanísticos, que lo transformado haya resultado mejorado por la ordenación posterior. Los ensanches del siglo XIX sirvieron para regularizar el crecimiento con arreglo a pautas de funcionalidad e higiene, y los disfrutamos hoy en día; en los del XX, en cambio, prevaleció el interés inmobiliario, y aún los estamos sufriendo.

Un segundo indicador es el planeamiento. La democracia municipal vino a satisfacer las carencias de infraestructuras y zonas verdes, centros educativos, socioculturales, de salud y de ocio, pero no siempre ha sido capaz de dar respuesta a las demandas de una sociedad en la que emergen modos de vida y de relación alternativos y ha incurrido en excesos, edificando en demasía para una población sin nombre. La buena hechura de la ciudad necesita del urbanismo y de su instrumento más eficaz, el plan general. Ahora bien, ¿se formulan de acuerdo con criterios de futuro, con la disponibilidad de los recursos no renovables, suelo, agua, aire,... o se atiende más a razones cuantitativas? Según el inventario del planeamiento urbanístico de Galicia, menos de un tercio de los municipios disponen de plan general; el resto se rigen por normas subsidiarias que, en el mejor de los casos, fueron revisadas en la última década del siglo pasado. Quizá esto no fuera un problema hace años, cuando la expansión era paulatina y daba tiempo a asimilarla, pero al ritmo actual crecer sin una estrategia general puede resultar suicida.

El tercer indicador sería el tiempo y el esfuerzo que dedican los políticos y gestores a tomar las determinaciones y manejar los instrumentos técnicos. Si aciertan a implicarse en el desarrollo de la ciudad con un propósito de impulso armónico de las condiciones de vida, si conceden prioridad a la calidad, al diseño y la gestión de la calle, de la plaza, a la adecuación de los equipamientos y servicios, el resultado será una ciudad habitable en sus partes y en su conjunto.

Por último, y no menos importante, también los ciudadanos, que transforman cada día la ciudad con su forma de usarla, con su habitar, son responsables en gran medida de un crecimiento adecuado, de una sostenibilidad efectiva.

¿Qué ciudades responderían a estas pautas? Considero que el paradigma sigue siendo Barcelona. Cierto que Madrid, metrópoli por excelencia, es objeto de deseo porque ofrece grandes oportunidades en todos los órdenes, pero lo que se entiende por calidad del urbanismo reciente es más que discutible. Bilbao, en cambio, ha sabido reconvertir las cenizas de su tejido industrial obsoleto en armazón de una gran urbe moderna. Entre las capitales de tamaño medio, Girona, Pamplona o San Sebastián destacan por su buena factura. No mencionaré, esta vez, a ninguna de las gallegas, pero es obvio que tenemos ejemplos para bien y para mal.

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