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Única y verdadera esperanza

Félix de Azúa

Hasta que hace poco más de un año la muerte lo convirtió en alguien extraño para nosotros aunque seguramente muy próximo a él mismo, apenas cambió. Tenía la serenidad de un buda barbudo a pesar de que sonreía con parsimonia. Lo suyo era más bien una risa íntima, casi siempre burlona, que afloraba como un surtidor, a borbotones, y se apagaba casi de inmediato entre los pelos de su barba canosa. Más gordo o menos flaco, más calvo o por completo, Joaquín Jordá no se ocupó nunca de las cosas insignificantes, de modo que tampoco le daba importancia a su aspecto. En todo caso, a mí siempre me pareció el suyo un porte senatorial, impecable, óptimo. Un gran tipo.

Por ser uno de los hombres más inteligentes que he conocido, viví con él una escena que se grabó a punta seca en mi mala memoria y de vez en cuando regresa para darme esperanza en periodos inciertos o francamente asquerosos. Recibo el recuerdo de Joaquín Jordá con los brazos abiertos en cada ocasión. Como ésta.

Yo diría que su momento de esplendor lo tuvo durante el exilio italiano. Joaquín, un comunista de los años sesenta, había huido de la mediocridad y el asco moral barcelonés, aunque también (pero él nunca lo dijo) de sus colegas del partido, la sección más soporífera del comunismo mundial, para instalarse en una covachuela del Trastévere romano, bien iluminada, cómoda, chiquita, ascética y magnífica. Acompañado por la adorable Carmen Artal, trataba de hacer cine con el apoyo de algunos comunistas italianos muy bien vestidos. No se engañaba. Sabía perfectamente que eran tan cerrados de mollera e incapaces como los españoles, pero Joaquín quería hacer algo, lo que fuera, cualquier cosa que pusiera de manifiesto cómo se disimula y trafica la desgracia de los débiles. No le interesaba exponer el dolor de los humanos en crudo, sino cómo se vende y mercantiliza el dolor bajo el disfraz de la bondad. Para hacerlo estaba dispuesto a aliarse con Satanás. Establecido cerca del Vaticano, tenía alguna posibilidad.

Algo llegó a rodar con los italianos, en efecto, tras aguantar miles de horas de charlatanería (el comunista italiano había heredado la locuacidad oceánica de su clero), como un documental de 1970 titulado Lenin vivo, que no he conseguido ver aunque el título promete. Sin embargo, cuando le visité en su pisito romano estaba preparando, si no recuerdo mal, algo sobre los horrores de Angola en colaboración con los comunistas portugueses, que eran un poco menos sensatos que los italianos, si cabe.

Sin embargo, a Jordá, grande y bonachón, sí, pero moralmente inflexible, no le excitaba el simple documento sobre la explotación o el crimen. No quería hacer un "cine de denuncia" que la mayor parte de las veces acaba siendo un producto mercantil para tranquilizar a la clientela de la bondad. Lo que deseaba era filmar las trampas que hacen de la maldad un producto comerciable. Por esta razón, muchos años más tarde, cuando un periodista le preguntó (típico de becario) si le gustaban los documentales de Michael Moore, le contestó con tono glacial: "No me interesa. Me parece un cine maniqueo y grosero". La mera exposición de la maldad suele ser, en muchas ocasiones, una excusa de la hipocresía para nadar y guardar la ropa, para comerciar y sin embargo "denunciar", es una enfermedad típica de cantantes y actores. A Jordá le interesaban, por el contrario, los procesos de mixtificación, de camuflaje, de ornamentación, que tranquilizan a las conciencias flaqueantes y que permiten ganar dinero con la desgracia ajena.

Consecuente con ello, uno de sus últimos trabajos documentales, titulado De Niños, desmontaba el disparate que periodistas, policía, psicólogos oficiales y parte de la judicatura habían montado en Barcelona con una pretendida "trama depederastia del Raval". En línea con el libro de Arcadi Espada, el documental ponía de manifiesto la suma de intereses políticos y económicos que se escondía tras una denuncia aparentemente justa, benéfica y progresista. No gustó ni un pelo en los despachos del socialismo municipal catalán.

A la gente hay que conocerla en la adversidad. Todos los humanos felices son iguales, pero cada infortunado tiene una historia irrepetible. Jordá mantuvo intacta su lucidez a pesar del mazazo que le cayó encima cuando un infarto cerebral lo dejó mudo, sin memoria para la lectura o la escritura, y sin colores en la visión. En lugar de lamentarse o acobardarse, reaccionó como una fiera y se dispuso a estudiar los tráficos, disimulos y trampas de nuestro propio cerebro y los tratamientos quirúrgicos que ponen en marcha. El resultado fue la escalofriante Monos como Becky, de 1999, sobre las lobotomías que se practicaban en los enfermos mentales más desvalidos y pobres, un asunto que ya había llamado la atención al Kubrick de La naranja mecánica.

Por esas fechas, David Fernández de Castro decidió escribir un libro sobre Jordá y el documental lobotómico y me confiaba, emocionado, su admiración por aquel hombre corpulento, torpe, disminuido, con una visión en grises, dificultades para hablar y escribir, pero con la inteligencia y la pasión intactas. ¡Irreductible esperanza! Su cerebro había sufrido un expolio como el que sufrieron los obreros de Númax presenta, su película más sesentayochista, y él tenía que explicar las causas ocultas del expolio. Las evidentes no era necesario exponerlas, a la vista estaban, pero siempre hay algo que traficar incluso en el interior de nuestro cerebro y nunca falta un traficante dispuesto a comprarle perfume caro a su novia aunque sea exprimiendo nuestro seso. Se puso a buscarlo, y lo encontró.

Como es lógico, aquel hombre que tanta esperanza había puesto en la rebelión de los oprimidos, era demasiado inteligente como para engañarse acerca del fracaso de una ideología que había sido incapaz de prever la colosal transformación del fin de siglo. Y si no había podido predecir el desarrollo mundial del capitalismo, ¿para qué demonios servía una ideología dedicada al análisis del capitalismo y a profetizar su inexorable final? Las viejas herramientas de la tradición comunista eran completamente inútiles en el siglo XXI. Otro becario le preguntó en los últimos años sobre sus esperanzas revolucionarias: "El mundo laboral del obrero industrial ha terminado. Lo colectivo ha perdido importancia". Su pudor le impidió hablar con mayor contundencia del sueño muerto. No por eso, sin embargo, buscó refugio, como tantos comunistas al borde del ataque de nervios, en el nacionalismo periférico. En 2005, al ser inquirido (más becarios) por el Estatuto catalán, respondió con un contundente: "Es un asunto que no me interesa en absoluto".

Ya llego. La escena que me viene a la mala memoria es muy anterior. Quizás fuera en 1973 o 1975. Creo que él estaba por entonces traduciendo algún maravilloso Manganelli de los que publicó Herralde, medalla al mérito. Era en Roma, sin duda, y hablamos muchas horas, caminamos bastante, apenas comimos, bebimos con moderación y también sin moderación, a veces dormíamos pero creo que seguíamos hablando dormidos. Yo le preguntaba (estaba perdiendo la fe) una y otra vez cómo podía mantenerse la esperanza cuando los partidos comunistas europeos eran ruinas habitadas por el poeta Aragon y otros nostálgicos de las polainas y el totalitarismo, cuando la fuerza obrera se había convertido en un gang de sindicatos corruptos, cuando masas de proletarios votaban a Le Pen, cuando en España nadie movía un dedo contra Franco, en fin, la paliza habitual que todos los estudiantes de aquellos años le pegaban a sus maestros.

Acosado por mis preguntas y supongo que sumamente aburrido, Joaquín dio uno de sus famosos resoplidos (no tenía órgano para suspirar) y se quedó mirando al suelo, quieto, inmóvil, en medio del populoso Trastévere. Yo no sabía qué hacer. La gente nos sorteaba como el río las rocas, pero siendo italianos no dejaban de llamarnos cosas feas y hacer misteriosos y temibles signos con los dedos. Al cabo de unos minutos comenzó a hablar en voz muy baja.

"Sí, eso parece, que no hay nada que hacer, que son quimeras, sin embargo, ¿ves esa grieta de ahí, entre las dos baldosas? Un día esa grieta crecerá. Al día siguiente aún crecerá más. Pasarán meses y la grieta se hará enorme. Al principio la gente no prestará atención, luego saltarán por encima, pero llegará un momento en que será tan grande, tan honda, tan terrible, que no tendrán más remedio que hacer algo". Levantó su augusta cabeza y me miró desafiante, los escasos cabellos desordenados y larguísimos formaban una orla sobre su cráneo. "¡No tendrán más remedio que hacer algo o se precipitarán todos ellos en la grieta!". Tuve la sensación de ser un israelita, incluso varios israelitas, delante del profeta Elías minutos antes de ser arrebatado por el carro de fuego. Sus ojos lanzaban hermosos destellos. Luego siguió caminando y yo corrí tras él como un perrillo.

Los días de mayor abatimiento pienso en Joaquín y me digo que tenía toda la razón y que la esperanza es un soberbio animal, da gusto verlo. También es verdad que la grieta ha seguido creciendo y es cada vez más grande. Que la gente se percate y haga algo, es sólo ya cuestión de tiempo. De momento, sin embargo, me parece que el único que se va a caer en ella soy yo.

Félix de Azúa es escritor.

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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