Turquías
1 Como escribía en Los vuelcos de la historia (EL PAÍS, 6 de agosto de 1995), "situaciones heredadas del pasado afloran hoy con fuerza inesperada en la sociedad y vida política turcas. ¿Simple retorno de lo reprimido, para emplear la terminología freudiana? Retorno o novedad, les obligan en cualquier caso a revisar algunas premisas y dogmas en las que se fundan para afrontar con éxito los desafíos de la modernidad".
La situación y los desafíos no han cambiado desde entonces. La llegada al Gobierno del partido islamista moderado de Recep Tayyip Erdogan ha introducido algunos elementos nuevos conforme a las directivas democratizadoras de la Unión Europea, innovaciones que han reducido el papel tutelar del ejército sobre la sociedad y la clase política manifiesto en los golpes de Estado de 1960 y 1980. Pero la pesada herencia del pasado se mantiene y enfrenta a los distintos interlocutores o agentes sociales a un juego de equilibrios y tensiones cuyos actores son el Estado laico creado por Atatürk, el Partido de la Justicia y Desarrollo de Erdogan, la ultraderecha, la extrema izquierda, los movimientos independentistas o autonomistas kurdos, y los demócratas europeístas, cuyo portavoz más significativo es el gran novelista Orhan Pamuk.
El problema armenio, que envenena la vida política turca y pende como una losa sobre su postergada candidatura de entrada en la Unión Europea, no puede resolverse mediante leyes
El ultranacionalismo goza de grandes simpatías en una parte importante del ejército y de la policía, como quedó patente después del asesinato del periodista armenio Hrant Dink
La República de Atatürk es en gran parte una nación compuesta de hijos, nietos y bisnietos de inmigrantes huidos del expansionismo ruso y de los actuales Estados balcánicos
La unidad política de Turquía no es incompatible con la libertad cultural y la autonomía política, esto es, con el derecho de los kurdos a su propia administración y lengua
Orhan Pamuk, con su escritura, reproduce el palimpsesto de la historia turca, y con tan firme sostén encara el futuro de su país con una claridad y valentía merecedoras de aplauso
2 Aunque recuerde de forma esporádica su presencia a través de bombas y asesinatos, la izquierda radical perdió mucha fuerza tras la durísima represión consecutiva al golpe militar de septiembre 1980 y el Gobierno de Turgut Özal, en el que los partidos tradicionales recuperaron un margen de libertad estrechamente vigilada. De hecho, una parte de ella derivó a posiciones ultranacionalistas, como pude verificar con motivo del proceso incoado a Orhan Pamuk por "insulto a la identidad turca". Los Lobos Grises mantienen en cambio todo su potencial en la "Turquía profunda" que se extiende entre el eje norte de Kars-Trabzón-Samsun-Sinop y el que, más al sur, va de Erzurum a Kayseri, Konya y Afyon. El ultranacionalismo goza de grandes simpatías en una parte importante del ejército y de la policía, como quedó patente después del asesinato del periodista armenio Hrant Dink, cuyo ejecutor, un joven de 17 años, fue saludado como un héroe por los mismos agentes de seguridad que le detuvieron. En el actual pulso entre el Gobierno islamista moderado y los guardianes del Estado laico, los Lobos Grises sostienen abiertamente a éstos. Las multitudinarias manifestaciones de Ankara y Estambul muestran la fuerza y capacidad de movilización de quienes se opusieron a las candidaturas sucesivas de Erdogan y Abdulá Gül a la presidencia de la República en razón de su eventual amenaza a los valores que encarna el padre de la moderna Turquía. La acumulación de poderes en manos de los líderes del Partido de la Justicia y Desarrollo inquieta a las Fuerzas Armadas y al Tribunal Constitucional. En el complejo nudo de contradicciones de la vida política turca, el fundamentalismo kemalista, el antieuropeísmo y el antiliberalismo se dan la mano sin tener en cuenta la voluntad de los ciudadanos. Varios intelectuales leninistas que conocí en el exilio parisiense de los ochenta apoyan ahora un nacionalismo identitario opuesto a toda revisión de la doctrina oficial y a cualquier concesión al separatismo kurdo. El viejo dilema entre el cuartelazo y la utilización política del sentimiento religioso mantiene desdichadamente su vigor como en pasadas décadas.
3 Para entender las razones del ultranacionalismo turco hay que tener presente el largo proceso de decadencia y agonía del poder otomano entre el siglo XVIII y el fin de la I Guerra Mundial. El entonces denominado "hombre enfermo de Europa" -sobre el calificativo de europeo volveremos luego- sufrió una serie de derrotas humillantes desde la independencia de Grecia y luego de Serbia hasta la guerra de 1912-1913, que redujo sus ex dominios balcánicos a un pequeño perímetro en torno a Constantinopla. Estas derrotas -añadidas a las de Crimea y el Cáucaso- fueron acompañadas de matanzas y deportaciones masivas de los musulmanes más o menos vinculados a la Sublime Puerta, un hecho que algunos historiadores occidentales y los de los nuevos países independizados ocultan cuidadosamente en sus libros. La República de Atatürk es en gran parte una nación compuesta de hijos, nietos y bisnietos de inmigrantes huidos del expansionismo ruso hacia el sur y de los actuales Estados balcánicos: tártaros, chechenos, circasianos, azeris, abjazos... La reacción de los llamados Jóvenes Turcos no alcanzó a detener la vertiginosa decadencia del imperio, pero sirvió de modelo y estímulo al nuevo Estado Kemalista que impidió el reparto de Anatolia entre armenios, ingleses, franceses, italianos y griegos -previsto en el tratado de Sèvres de 1920- y derrotó al ejército heleno que ocupaba Esmirna y una gran parte de la costa mediterránea. Tres años después, el nuevo Estado de Atatürk firmó el tratado de Lausana que establece las actuales fronteras de Turquía. En sus quince años al frente de la República, el "padre de los turcos" abolió el califato y los tribunales islámicos, disolvió las cofradías religiosas, estableció el sufragio universal, impuso el alfabeto latino, concedió el voto a las mujeres. Todo ello significó un gran avance cuya repercusión en los movimientos independentistas de otros países musulmanes -baste de ejemplo, el kemalismo de Abdelkrim y de su efímera república del Rif- es sobradamente conocido. Pero dicha victoria política se tradujo en un corte radical con el riquísimo patrimonio otomano, cuyos efectos en el ámbito psicológico y cultural afloran hoy a la luz del día.
4 El problema armenio que envenena la vida política turca y pende como una losa sobre su postergada candidatura de entrada en la Unión Europea no puede resolverse mediante leyes. Alentados por los rusos, que ocupaban ya la región de Kars desde 1878, los armenios se sublevaron durante la I Guerra Mundial contra un poder acorralado por sus enemigos de la Entente. Hubo grandes matanzas de civiles e intercambios de población en función de su origen étnico, con la crueldad inherente a todas las guerras. En la parte oriental de Anatolia, numerosas iglesias abandonadas dan testimonio de una comunidad hoy desaparecida, y en Van, la antigua ciudad armenia sita al pie de la fortaleza fue sustituida por otra exclusivamente kurda. Dicho esto, y sin entrar en la batalla de cifras, me inclino a creer con Bernard Lewis que no hubo un genocidio planificado, fríamente llevado a cabo como el de los nazis contra los judíos. Considerar delito el negacionismo del genocidio armenio, como hizo el Gobierno francés por consideraciones electorales, dado el gran peso e influencia de la diáspora armenia en su país, me parece un gravísimo error. La historia no se establece por decreto: es materia de estudio de los historiadores. Pues, una vez abierto el precedente armenio, ¿cómo evitar que se generalice? Malgaches, vietnamitas y argelinos pueden considerar delito la negación por Francia de docenas de miles de civiles asesinados por las autoridades coloniales después de la II Guerra Mundial. Lo mismo podría aplicarse a España por el uso de gases tóxicos en el Rif y a Inglaterra en Irak.
Ni el "delito de insulto a la identidad turca" ni el del "negacionismo del genocidio armenio" caben dentro de un cuadro jurídico conforme a la norma europea. Nos movemos aquí en un terreno de arenas movedizas en el que podemos enviscarnos con facilidad. La investigación histórica es una cosa, y la ley, otra. Mezclar capachos con berzas no conduce sino a debates estériles: nos convierte en rehenes del pasado en vez de alentarnos a mirar el futuro de una Europa política, económica y cultural en la que tarde o temprano un gran país como Turquía está llamado a ingresar con pleno derecho. Las polémicas declaraciones de Orhan Pamuk no insultan a nadie: expresan una opinión individual, y no deben, por consiguiente, ser objeto de procedimiento judicial alguno.
5 El problema kurdo -como el fantasma del llamado "genocidio armenio"- encrespa la vida política turca desde hace décadas. La lucha contra la guerrilla independentista de Oçalan -cuya ideología y radicalismo mesianista eran los de Sendero Luminoso- causó decenas de millares de víctimas y desplazamientos forzosos de poblaciones en las provincias de Diyarbakir, Malatya y las zonas próximas a las fronteras con Siria, Irak e Irán en donde los pashmergas hallaban refugio. La espectacular captura del jefe y su invitación a dejar las armas redujeron de forma notable las actividades del PKK. El actual, aunque tímido, proceso de democratización política, judicial y cultural de las instituciones republicanas choca, con todo, con el pesado lastre de la historia. La rigidez de los planteamientos estatales de Atatürk, dictados por la situación militar a la que se enfrentaba -el desmembramiento del país por sus vecinos y el colonialismo occidental-, vuelve difícil el acuerdo entre la mayoría turca y la minoría kurda; conduce a la censura de los medios informativos y al enjuiciamiento de numerosos políticos, escritores y periodistas en detrimento de la normalización democrática y la candidatura de ingreso en la Unión Europea.
No obstante, el proyecto descentralizador de los sectores más moderados del nacionalismo kurdo debería favorecer una solución fundada en bases razonables. La unidad política de Turquía no es incompatible con la libertad cultural y la autonomía política, esto es, con el derecho de los kurdos a su propia administración y lengua. Si ello fue posible durante el Imperio Otomano, ¿por qué no lo sería hoy?
El casi imparable proceso de disgregación de la antigua Mesopotamia tras la desastrosa invasión de Irak y la emergencia de un Kurdistán semiindependiente y dueño de grandes recursos energéticos inquieta, como es obvio, a los militares turcos. Pero la oposición frontal no sólo de Turquía, sino también de Irán y de la minoría suní de Irak, ejerce un poder disuasorio lo suficientemente fuerte como para evitar cualquier veleidad independentista. El inevitable declive del poder norteamericano en la región tampoco juega a favor de aquélla. Una alianza de los dos grandes partidos kurdoiraquíes con el PKK o una política represiva de los mismos contra la minoría turcomana serían sin duda un casus belli como lo fue el golpe de Estado del coronel Grivas en Chipre, cuyo programa etnocida, imitado luego en Bosnia por los ultranacionalistas serbios, condujo a la intervención del ejército turco para salvar a sus compatriotas amenazados.
6 El descrédito de los partidos políticos tradicionales, el de centro-derecha de Demirel y el socialdemócrata de Ecevit, facilitó el triunfo electoral del islamismo moderado del Partido de la Justicia y Desarrollo. Tanto los guardianes del Estado laico como los europeístas -clase media urbana, empresarios, intelectuales...- contemplaron esta victoria con manifiesta inquietud. No obstante, el programa de Erdogan -su apuesta por el ingreso de Turquía en la Unión Europea y su adhesión a la Alianza de Civilizaciones propuesta por Rodríguez Zapatero en Naciones Unidas en septiembre 2004- debería disipar sus aprensiones: constituye, al revés, un paso importante en el camino de inserción de la corriente político-religiosa que representa en el juego parlamentario, como lo que fue la democracia cristiana en Alemania e Italia después de la II Guerra Mundial. La peligrosa fractura entre un Occidente identificado por una mayoría de musulmanes con la cruzada imperialista de Bush y un islam abusivamente equiparado con el yihadismo terrorista de Al Qaeda no ha cesado de ahondarse desde la infame limpieza étnica en Bosnia, la implacable represión en Chechenia, la represión y colonización israelíes en los territorios ocupados de Palestina, la última guerra en Líbano y el peso creciente en Oriente Próximo del Irán de los ayatolás. Los atentados mortíferos de Nueva York, Madrid y Londres dañaron a su vez gravemente la imagen del mundo musulmán en Occidente. Pero el islamismo no es el nuevo nazismo, como aseveran algunos mandarines y supuestos islamólogos de ambas orillas del Atlántico. Bin Laden no puede ser comparado con Hitler: no dispone de un gran ejército como éste, y moviliza tan sólo a unos grupos dispersos de fanáticos a través de Internet. Si las palabras tienen un significado preciso, no debemos incurrir en el error de manejarlas con tal grado de oportunismo e inexactitud.
Dar un portazo a las expectativas turcas tocante a la Unión Europea sería reforzar la arraigada percepción de ésta por Ankara como un club exclusivamente cristiano. Bosnia y Turquía nos procuran un ejemplo de la posible compatibilidad de la democracia con el islam. No se me ocultan las dificultades y retos que el ingreso de Turquía plantea, tanto a la Europa de los Veibtisiete como a las instituciones del Estado creado por Atatürk. Razón de más para ayudarle a salvar los obstáculos que se interponen en su camino. La política del Gobierno español al respecto me parece sensata y lúcida. Turquía no es hoy "el hombre enfermo de Europa", sino una nación vigorosa cuya sociedad, en plena mutación, llama a nuestras puertas y debe ser escuchada.
7 La Turquía europeísta y europeizada existe: la hallamos a lo largo de las costas mediterráneas y del mar Egeo, cada vez más parecidas a las nuestras por unas desmesuradas construcciones hoteleras que afectan a la belleza insólita del paisaje; en una Esmirna evocadora de Málaga y Alicante; en el Estambul de Beyöglü, Cihangir o Besiktas: el del Pasaje de los Pájaros en la Istiklal Caddesi o el restaurante Haci Baba en el que hace quince años conocí a Orhan Pamuk.
Una burguesía occidentalizada emerge con fuerza imparable, fortalecida por la espectacular expansión económica, estabilidad monetaria e incremento de los lazos comerciales con nuestro continente. Millones de turcos miran a su vez a Estambul y emigran a él, como los andaluces, extremeños, murcianos y manchegos que hace cincuenta años miraban a Barcelona antes de alzar el vuelo a la Europa comunitaria. El éxodo rural se acentúa, y con él los barrios de gece kondu (chabolas alzadas en una noche) que rodean las grandes ciudades. Con unas décadas de retraso, el proceso de evolución es el mismo.
Esta europeización económica y social no fue acompañada sino en fecha reciente de un reencuentro con el rico legado cultural otomano. Los escritores turcos poskemalistas, tras abandonar el alfabeto árabe por el latino, hicieron tabla rasa del pasado y se esforzaron en seguir las pautas de sus colegas de Occidente: novelas a lo Balzac o Zola; poesía a lo Neruda, Éluard o Aragon. Sólo Orhan Pamuk tuvo el genio de calar con una mirada moderna en las honduras del patrimonio literario y artístico reprimido y de sacarlo a la luz en sus novelas, como El libro negro o Mi nombre es Rojo. Su escritura reproduce el palimpsesto de la historia turca, y con tan firme sostén encara el futuro de su país con una claridad y valentía merecedoras de aplauso. Él conoce mejor que nadie el juego de tensiones, imantaciones y rechazos entre los distintos actores del juego político que señalamos al comienzo de estas páginas, y encarna la alianza de valores compartidos con nosotros por encima de la diferencia de credos. Sabe que un cerrojazo de la Unión Europea al país que supuestamente denigra, recrudecería las confrontaciones internas y agravaría la espiral de violencia que asuela a todo Oriente Próximo: un escenario al que un elemental sentido de responsabilidad nos impide asistir cruzados de brazos.
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