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Columna
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El triunfo y la debacle

Nada será igual en Madrid tras el 27 de mayo. Nada puede ser lo mismo ni a derecha ni a izquierda. El Partido Socialista de Madrid tuvo el pasado domingo su noche más amarga. La cosecha de votos en la Comunidad y en el Ayuntamiento de la capital fue para ellos tan penosa que la única lectura positiva que cabe es la propiedad de cualquier debacle para removerlo todo. A Rafael Simancas se le pueden imputar muchos errores, pero está lejos de ser el único responsable del desastre y, al menos él, ha trabajado leal y honestamente para intentar cambiar las cosas. Actitudes que no le han permitido escapar del dirigismo errático por parte de Ferraz. Zapatero no supo tomar la medida a Madrid y lo ha mangoneado como si fuera un villorrio. Su improvisada elección del candidato a la alcaldía de Madrid, a sólo ocho meses del 27-M, constituyó casi una humillación para el electorado de izquierdas. Tal y como vino Miguel Sebastián no tenía oportunidad alguna de mojar la oreja a Gallardón, y dentro de cuatro años sólo la tendrá quien lo intente si empieza a trabajar por Madrid en una esforzada y leal carrera de fondo que ha de empezar ya. Con el auto de fe contra Sebastián el breve algunos han tratado de camuflar el mal de fondo que impide al socialismo madrileño comerse una rosca desde hace 20 años.

El PSM es en la actualidad una organización carente de la cohesión y energía necesaria para transmitir a la ciudadanía la imagen de solvencia y eficacia que requiere una alternativa de poder. Su estructura opera entorpecida y condicionada por un hatajo de zánganos de diverso pelaje que practica la política de salón acomodados en la oposición. A pesar de sus miserias, el socialismo en nuestra región está lejos de ser un desierto de ideas y recursos humanos. Hay gente muy valiosa y experimentada y una gran cantera en los municipios del cinturón metropolitano donde se han forjado líderes con talento, empuje y capacidad de gestión. Son impulsores de una metamorfosis que ha tornado ciudades dormitorio sórdidas e infectas en buenos lugares para vivir. Políticos que han logrado superar este 27-M, a pesar del lastre que la marca PSOE arrastra ahora en Madrid, y que debieran ser actores de la imprescindible catarsis en su formación. Por el contrario, la marca PP ha sido una buena montura sobre la que cabalgar en estas elecciones que permitió incluso a algún petardo salir bien parado sin otro mérito que la cabalgadura. Y no se debe, por más que lo propaguen, al liderazgo de Mariano Rajoy y mucho menos al de Ángel Acebes, al que sabiamente han tenido junto a Zaplana casi escondido durante la campaña. Aquí la fuerza del PP se llama Esperanza Aguirre y se llama Alberto Ruiz-Gallardón, tanto que el domingo por la noche en el balcón de Génova, a su lado el bueno de Rajoy parecía un cochero. Allí arriba estaban aireando su victoria dos formas muy distintas de entender la política y el partido. Dos pesos pesados bendecidos por el triunfo aplastante que ahora más que nunca se ven inexorablemente condenados a enfrentarse por el poder popular. Apenas habían despejado la resaca electoral cuando sus respectivos entornos entablaban ya una soterrada guerra de cifras con interpretaciones interesadas sobre quién había obtenido más votos. Que no sean capaces de caminar juntos en el partido dudo que favorezca sus legítimas ambiciones, aunque, a los madrileños, lo que realmente debe importarnos es que esas disputas y anhelos no perjudiquen o releguen a un segundo plano los asuntos de aquí.

Madrid no está tan mal como lo pintó la oposición en la pasada campaña, ni desde luego tan bien como proclamaban quienes lo gobiernan. Hay mucho trabajo por hacer y el que nuestro territorio se haya convertido en una magnífica lanzadera política no nos resuelve ninguno de los problemas que tenemos pendientes. La obligación de la izquierda es ahora superar con determinación la debacle y construir una alternativa digna capaz de conjurar los paseos militares. La de quienes han triunfado responder a la confianza depositada en las urnas y trabajar para todos los ciudadanos. Por elevadas que sean sus aspiraciones, Madrid nunca debe quedar a un lado.

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