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Elecciones 27M
Columna
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¿Y si yo fuera alcalde?

Durante estos días de campaña antiterrorista para las próximas elecciones municipales se publica en este mismo periódico una sección titulada Si yo fuera alcalde a la que se invitan a colaborar a diversas personalidades más o menos notables en sus ciudades respectivas. Ese epígrafe me ha inducido a pensar en primera persona sobre los ayuntamientos y su gestión.

Siguiendo mi habitual principio de perplejidad, me he dado cuenta de que si me hiciera a mí mismo esa pregunta, no tendría ni por donde comenzar mi respuesta. Y, desde luego, no es por confianza o desconfianza en la persona, principio de mercadotecnia política de uso común cuando se invoca la idoneidad de los candidatos a alcaldes, eso tan inefable que se da en llamar "carisma". Posiblemente, porque esa superstición de la sociología política enmascara una de las cualidades esenciales que considero debe tener un gestor municipal: conocimiento. La otra cualidad (y que creo que a mí no me faltaría) es ideología.

Es curioso que de lo que más se habla cuando el discurso político de estas semanas se acerca a lo que sería más próximo a la gestión municipal es de honestidad. Pero, independientemente de que no faltaría más que un cargo público no sea honesto, se puede ser muy honesto pero carecer totalmente de un proyecto claro de urbanismo y de ordenación territorial y medioambiental, ámbito en el que naufraga más habitualmente la honestidad de los que se presentan, incluso, como adalides de la justicia y la igualdad.

Precisamente por ahí habría que empezar a dibujar el perfil del buen alcalde. Sin duda, no habría uno mejor que el que fuese capaz de promover con su equipo y su partido un nuevo modelo de gestión de las competencias urbanísticas, alejándolas de la omnipotencia exclusiva en esa materia de los ayuntamientos. Porque la corrupción no se puede eliminar sólo con la identificación de gestores honrados, sino con sistemas y medidas legales de carácter estructural. La corrupción y la barbarie urbanística están demasiado instaladas entre nosotros como para dejar ese asunto a la libre confrontación con el principio de Rousseau sobre la bondad innata del ser humano. El problema es todavía peor si nos ponemos a valorar que las irregularidades cometidas a lo largo de los años son, en gran parte, irreversibles y cualquier solución o mejora posiblemente llegue ya demasiado tarde. Para gestionar el urbanismo, como todo, hay que saber mucho (o estar muy bien asesorado) y tener unos valores ideológicos bien asentados para discernir el mejor baremo de la racionalidad democrática, que no puede ser otro que el de beneficiar a la mayoría de la población y de la forma más perdurable en el tiempo. Ahí sí que entra en juego la ideología. Es bien diferente, por ejemplo, promover una política de construcción de viviendas de titularidad pública o privada, para alquiler o para venta.

Conocimiento e ideología hacen también falta para gestionar lo que debería formar parte del mejor futuro político de nuestro entorno: los servicios. Se debe acabar la idolatría de las infraestructuras como claves del progreso y el desarrollo. La construcción de carreteras u hospitales no supone un avance por sí misma si no se piensan desde la perspectiva del servicio y la gestión democrática. Para que la eficacia de los ayuntamientos se asiente es imprescindible que esa red de servicios se coordine bien con la Xunta y que se acabe con ese cajón de sastre que son las diputaciones y las provincias.

Por todo esto, en el escenario imposible de que yo fuera alcalde, lo que haría sería informarme mucho y bien además de ponerme a pensar "ideológicamente" (¿por qué no?) en el bienestar de la mayoría. Pero como eso es efectivamente imposible buscaré el mejor proyecto para mi localidad porque los ayuntamientos no son un buen lugar ni para botarates ni para carismáticos iluminados.

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