¡Mirá la pileta!
La piscina del Club Natació Barceloneta, magistralmente inventada por Elías Torres, es la más bonita de Barcelona. Desde la piscina se ve el mar, la arena, el cielo, las tres franjas de nuestra bandera secreta. En esa piscina municipal el bañista está en la situación exacta de las modelos inverosímiles de los anuncios, vestidas con bañador y calzadas con sandalias de tacón, que miran la lejanía con aire indolente y elegantemente hastiado desde una piscina que desborda su agua sobre el mar Caribe. Ellas echan al mar miradas perdidizas, y detrás aguarda el mayordomo con la bandeja o el amante en albornoz. El socio del club de natación Barceloneta vive en un anuncio de automóviles de alta gama, de perfumes con nombre francés, de aperitivos chic internacionales.
La semana pasada quedó inaugurada en la ciudad la temporada de baños. La gente se divide en dos grandes categorías: los que van a nadar con regularidad y los que de vez en cuando pregonan sus propósitos de inscribirse en la piscina, que si la Picornell, que si la del Ayuntamiento, la del gimnasio de la esquina, la del Arsenal, el DIR o el Holmes. El barcelonés es un elemento que sabe nadar. Una generación tras otra aprende participando en representaciones escolares que se desarrollan los lunes por la tarde en una atmósfera de limbo. Una piscina de altos techos, de altos ventanales empañados por el vapor, por donde se filtran haces de polvorienta luz de la tarde y franjas de sombras temblorosas sobre las aguas opacas, fuertemente cloradas, en cuyas turbias profundidades un monstruo aguarda el momento de zamparse tu pie de un bocado. Entre los figurantes destacan el niño miedoso, el friolero envuelto en la toalla, el gordito que nada fatal, el gracioso que salpica y el que reclama la atención de todos porque, atención, va a cruzar la piscina buceando sin respirar ni una sola vez. Contra las paredes rebota el pito del monitor y sus sarcasmos y amonestaciones. Es un hombre atlético y viril, de pelo en pecho, donde brilla el oro falso de una medalla obtenida en un campeonato regional; a saber de qué oscuro pasado, de qué ingeniosísimo, pero fallido atraco a la cámara acorazada de un banco huyó y se ha resignado a este oficio que le exige pasarse el día en el limbo, en bañador y chanclas.
Saltos desde el trampolín, zambullidas, chapuzones; en el ruido multiplicado por los ecos, Rubén Espinosa me confió un tremendo secreto: "¿Sabes qué? Mi madre, cuando está sola, pone el tocadiscos y baila desnuda". Y se me quedó mirando, a ver cómo reaccionaba. ¡Tabú roto! ¡Tabú roto! Mientras el instructor bramaba: "¡Espinosa, Vidal! ¡25 metros crawl!". Y el buceador, al llegar al final de la piscina con los pulmones a punto de estallar, cumplida la hazaña, sacó la cabeza del agua en urgente procura de aire, y menuda decepción: nadie le estaba mirando, nadie le prestaba la menor atención, el jefe de pista del circo Price no jaleaba su hazaña señalándole con la chistera y diciendo: "¡Connnnnn....seguido!".
Nada tiene de particular que, una vez adultos, todos los barceloneses trabajen sin sosiego para poseer una casa con piscina propia, al sol, con las paredes forradas de los baldosines de Gresite que le dan al agua esa amable coloración azul que es sinónimo de lujo y serenidad, y la felicidad de los niños. A Raulito y Claudia, escritores bohemios habituados a las buhardillas y los apartamentos pequeños atestados de libros, un golpe de suerte les permitió comprarse un chalet en Belgrano C, una casa racionalista tan armoniosa, espaciosa y cómoda, que me la enseñaban con divertida incredulidad, y la apoteosis de su incredulidad y causa de mi regocijo siempre que pienso en ellos fue al enseñarme en el angosto horto el agua verde de una especie de aljibe: "Mirá: ¡hasta con pileta!", forma coloquial de reírse de lo rara que es la vida.
Sería instructivo ver Barcelona desde el aire e ir localizando los retales azules de las piscinas, cada una indicando un club deportivo o un jardín de Epulón. Ése fue exactamente el argumento que convenció a Thomas Krens, cuando no estaba seguro de a qué ciudad europea endosarle una sucursal del museo Guggenheim: una mañana sobrevoló en helicóptero el País Vasco, y al ver tantas piscinas esparcidas por los verdes y sombríos valles se le quitaron todas las dudas. A Bilbao, pues.
Este asunto del Gugen me dio ocasión de visitar Ajuria Enea y observar de cerca al lehendakari de entonces, que me atendió en sus jardines inmaculados, protegido por polis de diseño y funcionarios de mejillas sonrosadas, con el RH de rigor. Nos sentamos a una mesa y mientras aquel varón maduro, saludable, lleno de sentido común, de expresión serena y algo pánfila, vestido con la mejor franela gris perla, exponía con calculada modestia sus firmes principios y los grandes logros de su Gobierno, yo me relamía pensando: "¡Qué asno reluciente! ¡Qué cateto del norte!". No sé si disfrutar así con el espectáculo de la estupidez del prójimo, como hace la gente cuando mira la tele; es una reprobable falta de caridad cristiana y, al fin y al cabo, una práctica envilecedora que hace la vida más pobre y miserable o, por el contrario, una bendición compensatoria por las chorradas que hay que oír, y detectarlas y celebrarlas es un saludable ejercicio de autocontrol sobre la propia necedad que debemos renovar incesantemente. No lo sabía entonces ni me lo planteaba, me limitaba a disfrutar como un enano, con el rostro impasible, mientras me hablaba el señor de las piscinas.
museosecreto@hotmail.com
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