El ocaso del reduccionismo
Es curioso que el término reduccionista haya adquirido últimamente una acepción peyorativa -algo así como simplista-, porque todos los científicos se consideran a sí mismos reduccionistas en el buen sentido, y lo llevan muy a gala: creen que la forma de entender una cosa compleja es descomponerla para comprender cada parte.
Los neurobiólogos intentan reducir la mente humana a sus circuitos componentes, y los genetistas esperan fragmentar éstos en los genes que los diseñan. Genes que, por cierto, sólo se pudieron entender tras analizar sus piezas químicas, cuyas propiedades se derivan de las propiedades de sus piezas físicas. ¿Y después?
Más de lo mismo. Si la ciencia es inseparable del reduccionismo, la madre de todas las ciencias -la física- es casi indistinguible de él. Los físicos teóricos actuales buscan lo mismo que los filósofos antiguos: la causa última de los fenómenos. Su programa consiste en reducir las moléculas a átomos y éstos a partículas y éstas a quarks y éstos a un principio simple y autoevidente. Su fe, si alguna tienen, es que hay un solo sistema de ecuaciones capaz de generar todo lo que existe -la teoría del todo- y no piensan parar hasta encontrarlo. ¿Lo habremos entendido todo cuando lo consigan?
UN UNIVERSO DIFERENTE. La reinvención de la física en la edad de la emergencia
Robert B. Laughlin
Traducción de Elena Marengo
Katz. Buenos Aires, 2007
277 páginas. 19 euros
Robert Laughlin no sólo lo niega categóricamente, sino que defiende en su último libro, Un universo diferente, que el programa reduccionista, la fe de los físicos, se basa en un gigantesco y pernicioso equívoco. Seguro que no es el primer pensador que lo sostiene, pero también que es uno de los primeros que sabe de lo que habla. Siendo uno de los mejores físicos teóricos del mundo, codescubridor de una nueva forma de la materia y premio Nobel en 1998, es poco probable que su contundente ataque al reduccionismo científico pueda ser descartado como una nueva boutade filosófica emanada de la ignorancia.
La famosa salida del canciller
Otto von Bismarck -con las leyes pasa como con las salchichas: "Es mejor no ver cómo las hacen"- tiene jurisdicción también sobre las leyes de la física, según Laughlin. Por muy simples y elegantes que sean las leyes de Newton o las teorías de Einstein, ningún físico se las habría tomado en serio si sus predicciones no se hubieran medido con una extraordinaria precisión en cientos de experimentos oportunistas, sagaces e ingeniosos.
Los físicos creen que la velocidad de la luz es una constante fundamental de la naturaleza -una ley- por la sencilla razón de que la han medido muchas veces y el resultado es que lo es, con un montón de decimales. Es esa enorme precisión de los experimentos de medición la que otorga a las leyes, o a las constantes, la credencial de "fundamentales".
Las leyes que operan a nuestra escala son secundarias: se derivan de las fundamentales -se reducen a ellas- y pierden la pureza y la precisión por el camino. Ése es, según el autor, el gran esquema conceptual que cualquier físico lleva de serie en su córtex cerebral.
Y es erróneo. La constante secundaria que relaciona el volumen, la presión y la temperatura de un gas, por ejemplo, se ha podido medir reproduciblemente con una precisión de una millonésima. Y el gas no ha heredado ese comportamiento exacto de las leyes fundamentales que rigen a sus átomos constituyentes, porque la constante pierde su precisión con cantidades de gas muy pequeñas, y se desintegra por completo cuando el sistema sólo tiene unos pocos átomos. "La exactitud es también un fenómeno colectivo que surge de un principio de organización", afirma Laughlin.
Pero eso es sólo el principio, porque el físico -que reconoce estar propugnando un programa "radical"- muestra a continuación que las mismísimas leyes fundamentales, las que el reduccionismo científico ha descubierto al final de su viaje al interior de la materia, pueden ser en realidad tan colectivas como las secundarias.
Si hubiera que definir el reduccionismo con dos números, no los habría mejores que la carga del electrón y la constante de Planck (que relaciona el momento de una partícula con su longitud de onda). Ambas se han medido en electrones individuales con sofisticados instrumentos, pero ninguno de ellos da un resultado tan preciso como un simple voltímetro aplicado a muestras de tamaño real, complejas químicamente y llenas de toda clase de impurezas.
Para el autor, ello "prueba la existencia de importantes principios de organización" incluso en estos dominios del reduccionismo por antonomasia. En el otro extremo de la escala, el actual modelo sobre el origen del universo -la inflación cósmica, o el bang del big bang- "es emergentista por naturaleza, y el fenómeno colectivo en este caso es el universo propiamente dicho".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.