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Columna
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El sí de Francia

Francia ha votado, por fin, que sí; y lo ha hecho para que se aplicara un programa de renovación bastante feroz, que consiste en practicar las recetas de la derecha de toda la vida. Ése ha sido el hecho diferencial francés del último medio siglo: que la derecha no es del todo derecha, una situación a la que podría haber llegado la jubilación en las presidenciales del domingo, cuando el neo-gaullista Nicolas Sarkozy vencía a la socialista Ségolène Royal.

Sólo en Francia es concebible que el ganador predique la renovación con un programa conservador de los de libro. Sarko propone, sin ningún complejo, refuerzo de la identidad nacional, lo que significa cerco administrativo a la inmigración; mano dura con la rebelión -atezada- de las banlieues, es decir, mucha más ley y orden; aligeramiento de la nómina pública, o poner a gente en la calle; desgravación de las horas extraordinarias, para hacer irrelevante la legislación de las 35 horas de trabajo, de origen socialista; una Europa práctica, sin accesión turco-musulmana, ni Constitución, de forma que una miniatura de carta pueda aprobarse como ley sin convocar al voto a los franceses; e instalación de un atlantismo moderado, en el que la amistad con Estados Unidos sea compatible con la soberanía de la gran nación francesa. El cambio, que sobre el papel sería todo menos revolucionario, consiste en detener o retrasar el mestizaje de Francia; procurar que los ciudadanos trabajen más; conformarse con una Europa menos política y de raíces más cristianas; y, por último, evitar problemas innecesarios con EE UU.

Esa compatibilidad entre renovación y conservadurismo se explica por cómo es Francia, y, quizá también, por lo difícil que le va a resultar dejar de serlo; porque aunque de los cinco jefes de Estado que ha conocido la V República cuatro -De Gaulle, Pompidou, Giscard y Chirac- son adscribibles a la derecha, y uno solo, Mitterrand, a la izquierda socialista, todos han presidido un país abierto a la emigración de cualquier color, blindado contra el racismo más grosero por la doctrina republicana; un país con una legislación protectora y uno de los más completos Estados-Providencia que hayan existido jamás; un país, a la cabeza de la construcción europea, bien que a condición de que Francia ejerciera de potencia rectora; y un país con una concepción gaulliana de la soberanía, que lo mantenía siempre vigilante ante cualquier extralimitación del amigo americano. Gobernara quien gobernara, Francia no podía ser simplemente un recuelo de la señora Thatcher.

Y el domingo se ha quebrado también una línea negativa del sufragio, que duraba desde las presidenciales de 2002. En primera vuelta, el electorado votó entonces no al candidato socialista, el protestante y primer ministro Lionel Jospin; y en segunda, dio a Jacques Chirac el mayor triunfo en número de sufragios que haya probablemente obtenido un jefe de Estado del mundo occidental, frente al ultraderechista Jean-Marie Le Pen (82% a 18%); pero, en realidad, lo que los franceses hicieron fue votar en negativo contra el líder del Frente Nacional; y, finalmente, en 2005, en el referéndum sobre la Constitución europea, la opinión, con un 55% de noes, seguía rechazando en lugar de elegir.

Aunque los resultados de la primera vuelta y el tono de la campaña habían convertido en gran favorito al líder del neo-gaullismo, si la bella, elegante y pugnaz Ségolène Royal tenía alguna posibilidad de llegar al Elíseo, era, básicamente, contando con que el no ganara al sí, tanto uno como otro pronunciados sobre Nicolas Sarkozy; una victoria que, por tanto, se habría debido más a quienes detestaban que el candidato de la derecha alcanzara la presidencia que a una profunda querencia socialista. Pero, con el triunfo del sí, Francia ha dejado de votar contra sus fantasmas, eligiendo, en cambio, a alguien para que los ahuyente.

¿Va a ser Nicolas Sarkozy el primer líder activo de la derecha clásica en presidir la todavía V República francesa?; ser más atlantista que Chirac no es problema, pero diríase que cada uno de los sucesores del general, al ocupar su despacho del Elíseo, ha sufrido un acceso agudo de degolitis. Pero si Sarko tanto cambia Francia, no es para nada seguro que los franceses se lo vayan a agradecer.

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