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Sobre populismos

Hoy en día, en los principales medios de comunicación occidentales, se llama populismo a movimientos, gobiernos o regímenes muy diferentes y a veces de signo radicalmente contrario. Esto está creando mucha confusión, pues existe la tendencia a meter en ese mismo saco del populismo procesos y tendencias que son muy distintos por su orientación, por los objetivos explícitamente declarados y por la actuación en la práctica de los sujetos de referencia.

Desde el punto de vista de la historia de las ideas políticas, resulta llamativo que al hablar o escribir hoy en día sobre populismo casi nadie se acuerde del primer movimiento socio-político que está en la base del uso del término populismo en Europa. Vale la pena recordarlo. En Europa, el término populismo se usó históricamente para calificar a los narodnik rusos de la segunda mitad del siglo XIX. ¿Por qué un olvido tan generalizado? La reflexión a partir de esta pregunta arrojaría mucha luz acerca de la confusión actual sobre el uso del término populismo, que casi siempre aparece ahora en una acepción peyorativa.

Hay ahí un cambio de orientación muy notable en la historia de las ideas. Si se compara el tono positivo con que escribían sobre este populismo Franco Venturi, Isaac Berlin o, por ejemplo, Albert Camus, en El hombre rebelde, durante los años que van desde la década de los cincuenta a la década de los setenta del siglo XX, con el uso actual del término populismo, pronto se llega a la conclusión de que se ha producido una inversión casi total en la acepción de la palabra.

La cosa viene a cuento por el uso negativo del término populismo que habitualmente se hace al escribir ahora sobre algunos de los movimientos sociales y procesos políticos en curso en América Latina (en Bolivia, en Ecuador, en Perú, parcialmente en Venezuela, etcétera). Pues, en mi opinión, esto tiene más puntos de contacto con el narodnikismo (y tal vez con el primer populismo agrarista norteamericano) que con el tipo de populismo en que habitualmente se piensa cuando nombramos a Álvaro Obregón (en México), a Getulio Vargas (en Brasil), a José María Velasco Ibarra (en Ecuador) o a Juan Domingo Perón (en Argentina).

Los movimientos sociales y procesos políticos en curso en los países latinoamericanos mencionados enlazan, en cierto modo, con los objetivos, metas y discursos de lo que fue el primer populismo ruso tanto en su crítica de los males de la modernización capitalista (ahora de la globalización neo-liberal) y de las tiranías elitistas (ahora de las oligarquías corruptas) como en su advocación genérica del socialismo.

Estos movimientos socio-políticos se caracterizan por su defensa identitaria y/o nacionalista, de pueblos, comunidades o naciones pequeñas históricamente excluidos/as, cuya base social es mayormente campesina (neo-indigenista o neo-indianista) o urbana de origen campesino, pero cuya visión de las cosas ha sido reelaborada, como en el caso del populismo ruso del XIX, por una parte de la intelligentsia sensible a la diversidad lingüística y cultural.

Finalmente, estos movimientos enlazan con el narodnikismo por su vínculo con la defensa de la tierra, que en el caso del narodnichestvo se expresaba en la defensa de la comuna rural (o de sus restos) y que ahora (cuando se superponen lo pre-moderno, lo moderno, y lo post-moderno) se expresa en el ecologismo de los pobres, en la defensa de la soberanía alimentaria de las comunidades, en la defensa de los principales recursos estratégicos y en la lucha contra la biopiratería como nueva forma de colonialismo.

Por supuesto, también ahora en América Latina, como en la segunda mitad del siglo XIX en Rusia, hay quienes se dedican a echar flores sobre un pasado idealizado que no volverá. Pero al analizar esas flores idealizadoras habría que intentar comprender de dónde salen comprendiendo el mundo en que viven quienes las echan, de la misma manera que Venturi, Berlin o Camus atendieron a las flores que los narodnikis echaban a la comuna rural rusa.

Hay varias vías de comprensión posible. Una es la vía narrativo-ensayística que inauguró John Berger en Puerca tierra. Otra es la que ha practicado Pere Casaldaliga al denunciar valientemente que, hoy como ayer, los abusos del capitalismo siguen presentes en la periferia. Y la tercera es una vía analítica, la que ha seguido Ernesto Laclau al distinguir entre populismos y mostrar el disgusto que ha generado en las poblaciones latinoamericanas una realidad socio-económica a la que sólo las élites se atrevían a llamar democrática.

En varios de los países latino-americanos aquí mencionados se está haciendo mención explícita a la intención u orientación socialista de los procesos en curso. Habría mucho que discutir acerca del carácter (incluso tendencialmente) socialista de esos procesos. Pero para entrar de verdad en esa discusión antes habría que tener una noción clara de lo que se entiende por socialismo hoy en Europa. Mientras tanto, hay una pregunta previa: ¿por qué en Europa se acepta, por lo general, el nombre con el que se nombran a sí mismos los partidos gobernantes (sabiendo como sabemos que sus programas apenas tienen nada que ver con el socialismo y en muchos casos ni siquiera con lo que se llamaba socialdemocracia) y, en cambio, al hablar de Venezuela o de Bolivia hay que llamar sistemáticamente "populistas" a los que se llaman a sí mismos socialistas?

Existe, por último, un uso más restringido del término populismo. Se refiere al modo de actuar o de ejercer la parte de poder que tienen, y que han logrado por vía estrictamente democrática, dirigentes como Chávez, Morales o Correa. También en esto habría que precisar y distinguir. Una cosa es el talante personal de tal o cual dirigente y otra, bastante distinta, lo que se proponen actuando en un marco democrático. Si priorizar asambleas constituyentes, potenciar la democracia participativa, tratar directamente con la parte de la población a la que representan sometiéndose a su control, potenciar la iniciativa popular y el referéndum constitucional o legislativo es populismo, entonces habría que llamar populista también al Kelsen de Esencia y valor de la democracia (y no recuerdo ahora bibliografía académica o hemeroteca periodística que haya llegado a tanto).

Si, en cambio, de lo que se trata es de la sospecha en el sentido de que el talante personal, carismático, de alguno de estos dirigentes puede conducir a la liquidación de la democracia representativa (cosa, por cierto, de la que la mayoría de los observadores internacionales dicen que no hay indicio), entonces sería mejor volver al viejo término de cesarismo, que es con el que se ha calificado tradicionalmente en Europa esa forma de relación entre gobernantes y gobernados. Quedaría por dilucidar entonces si cesarismo de izquierdas y cesarismo de derechas son simétricos, y ajenos ambos al espíritu democrático, o si la distinción que estableció Antonio Gramsci, entre un (buen) cesarismo de izquierdas y un (mal) cesarismo de derechas, sigue valiendo después de lo que hemos aprendido desde los años treinta del siglo XX.

Francisco Fernández Buey es catedrático de Filosofía de la Universidad Pompeu Fabra.

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