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Columna
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Cabanyal

¿Se acuerdan ustedes de Justine, aquella muchacha misteriosa que Lawrence Durrell iba persiguiendo por las calles de Alejandría? Ninguna novela ha conseguido reflejar con tanta intensidad esa clase de sugestión que acaba convirtiendo una ciudad, con sus esquinas y sus laberintos, en una deriva del alma. El distrito de Acton, al oeste de Londres, es otra prueba de cómo la literatura puede convertirse en urbanismo. Por ese barrio con olor a colada de lavandería caminó una noche sin rumbo fijo el personaje Edgard Darnell. Gracias a la pasión por el callejeo insomne, este rutinario y aburrido funcionario de la City se transformó de pronto en un soñador. También Pessoa dejó de ser un escribiente gris para convertirse en poeta mientras caminaba por el Chiado. Fueron muchos los que construyeron su propio cosmos de la ciudad con los vagabundeos de cada día, subiendo y bajando de los autobuses, frecuentando los cafés, comprando el periódico en el quiosco de la esquina.

Una ciudad no es una sólo una red de infraestructuras ni de grandes edificios caligráficos que proyectan su vanidad como el estanque de Narciso, sino el cañamazo íntimo de los barrios que la cosen por dentro. Para entenderlo no hace falta sucumbir a la nostalgia. Hay capitales que han logrado conquistar el escaparate de la modernidad sin vender su alma al diablo. Han crecido de forma orgánica asumiendo cada poblado periférico. En ellas el pasado y el presente se dan la mano sin necesidad de acuchillarse por la espalda. Pero hay otras ciudades que se niegan a sí mismas, como Valencia que ha vendido por treinta monedas su barrio más emblemático. ¿Se imaginan ustedes que el Ayuntamiento de Lisboa metiera las hormigoneras en el corazón de la Alfama? ¿O que Londres diera la espalda a Chelsea y a Bloomsbury ¿O que Praga entregara a las inmobiliarias los callejones de Mala Strana?

Es lo que sucede aquí, donde el desarrollismo hortera de las autoridades obliga a los ciudadanos a una resistencia numantina como la que protagonizan desde hace meses los vecinos de El Cabanyal. No hay otro barrio más encarnado en la Historia de la ciudad. En sus calles se levantaron barricadas, se nutrieron de ironía los sainetes de Escalante y Blasco Ibáñez escribió Flor de Mayo. Su luz brilló como limaduras de oro en los pinceles de Sorolla y se fue entibiando con una penumbra sensual de puertas abiertas y camas medio deshechas en la cámara del fotógrafo Agustín Centelles. Desde aquí cada mañana al despuntar el alba, las pescaderas llevaban sus capazos de rape y salmonetes al Mercado Central en tartanas adornadas con banderas de la CNT y estandartes de la cofradía, como corresponde un barrio republicano y anticlerical, pero devoto hasta el tuétano del Cristo del Mar.

Si se descuartiza este poblado marítimo, Valencia habrá perdido para siempre su lugar en el mundo. No me refiero ahora al plano urbano, sino a otro plano superior, al que pertenecen todas las ciudades que queremos, con olor a pan y a colada recién tendida como la canción de una lavandera del Grao. Porque antes de quedar definitivamente sepultadas bajo un bombardeo de cemento armado, es en el corazón de sus habitantes donde las ciudades se juegan la supervivencia. ¡Salvem el Cabanyal!

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