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Columna
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Más información que subvención

Los centros históricos son duales. Tienen un haz turístico, comercial, peatonal, lleno de vida, pero al dar la vuelta a veces aparece un envés mortecino, decaído, con muros manchados de moho. Tienen la razón de su construcción, con sus diferentes estilos y formas, producto de la historia, y el sentimiento propio de sus habitantes. Tienen transeúntes curiosos o impasibles que circulan por sus calles, y vecinos, unas veces diligentes y otras quietos, solos, escondidos bajo las piedras. Tienen semblantes distintos, perfiles agudos o romos, luces y sombras, según sea la hora del día y la estación.

Llevamos años dando importancia a los centros históricos, porque en una ciudad tan sectorizada como ésta donde cada uno tiene que vivir en el barrio que le toca, juegan el papel de charnela o gozne social, lugar de representación común dotado de un valor político, cultural y simbólico enorme. Son como un gran parlamento. Sabemos que, a pesar de la monumentalidad de sus piedras, su tejido es débil, porque lo es su trama social, y también la arquitectura doméstica en la que se habita. Sufren enfermedades y son muy sensibles a las terapias y posologías.

Algunos centros históricos han considerado que su mejoramiento vendría de la mano del mercado, con operaciones de cirugía mayor en su arquitectura residencial. Quedan las fachadas como elemento patrimonializable, al modo de las bambalinas de un teatro, y las calles y plazas se tratan con una solemnidad tendente a lo kitsch. Estos procesos de gentrificación empobrecen la variedad social, favoreciendo a los grupos de mayor poder adquisitivo. Otros centros se han dejado terciarizar en exceso al servicio de la política, las finanzas y el comercio, que pasan de ocupar los bajos a instalarse también en las plantas superiores de las edificaciones, desplazando a los viejos ocupantes. Así se ha provocado una disminución del uso residencial y de la actividad urbana, de modo que por la noche, al cerrar las tiendas y los locales representativos, aparecen bajo una luz fantasmagórica. Pero aún hay centros históricos en los que, a despecho de los innegables esfuerzos públicos, prevalece el abandono, la exclusión. Son como islas donde los inmigrantes recién llegados se hacinan entre las paredes de los inmuebles degradados porque no les queda otro remedio, en un proceso que puede terminar en la guetización. Hay, en cambio, otros que por exceso de atención se han establecido en la comodidad. Una ciudadanía envuelta en algodones tiende a adolecer de falta de iniciativa y de empuje y, a pesar de las inversiones en rehabilitación, se banalizan a ojos vistas, sustituyendo la miscelánea del comercio tradicional por los "todo a cien" enfocados hacia un turismo multitudinario, que no demanda estética ni calidad.

Pasados los años de primeros auxilios, cuando era prioritario restringir el tráfico, mejorar la habitabilidad, los espacios públicos, la iluminación, los servicios, hoy ya no se puede alegar que el problema de los centros históricos es sólo una cuestión de asignar recursos. Es, sobre todo, una cuestión de voluntad que exige más que nunca pasión, imaginación y criterio. Pasión para dejarse llevar por su historia e interpretarla para prever su futuro; imaginación para formular nuevos programas y proyectos, en lugar de instalarse en la reiteración; criterio para ser autocríticos y austeros y para saber aplicar la terapia oportuna en las dosis proporcionadas, de la mano de lo público y de lo privado.

Es necesario escanear la realidad puerta por puerta para luego saber exactamente cómo acometer las distintas políticas de rehabilitación. Es decir, hay que tener la información antes de dar la subvención, porque lo importante no son las piedras, sino los habitantes, conocer exactamente el nivel de envejecimiento, las unidades de convivencia, la variedad del conjunto social, para enfrentarse con el mantenimiento y la renovación de la población. Ya no se trata, como hace dos décadas, de acertar con la técnica de restauración-rehabilitación-conservación, sino más bien de entenderla al servicio del habitante, de su condición social y económica, y de ahí deducir el nivel de la intervención para acometerla de la mano de los técnicos rehabilitadores y, en su caso, de los servicios sociales.

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