Lo que sé del sultán
En la avenida Bonanova hay una casita de Hansel y Gretel, con jardín vallado, que llama la atención entre los contiguos edificios funcionales. Puig i Cadafalch la construyó en 1914 por encargo de Muley Afid, un sultán destronado en Marruecos y exiliado en Barcelona, cuando se hartó de vivir en el Hotel Oriente. El sultán se hizo popular por varias razones, entre ellas por regalar al zoo una elefante, llamada Julia, que le gustaba a los niños tanto como a sus nietos les gustaría el gorila albino, Copito de Nieve. Al margen de estos datos, cómo sería este sultán, si fumaba en narguilé, era ceremonioso y protocolario, pródigo en zalemas y reverencias, y lo devoraba la nostalgia de Marraquesh y del té en los atardeceres del desierto, o si por el contrario era un frío y sensato negociante que en cuanto entraba en la casa tiraba el turbante, se arrancaba la chilaba y enfundado en un batín de seda se servía un whisky y se ponía a hablar por teléfono con los administradores de su hacienda y sus agentes de bolsa, son cosas que ignoro, pues sólo sé del sultán lo que contaba Martí Font en esta misma página, cuando dio noticia de que el consulado de México se trasladaba a esa casa de fantasía.
En lugar principal de una pared del consulado, refiere Martí, cuelga un reloj de pared detenido a las dos de la tarde: la hora de un día de 1939 en que el portero de la delegación mexicana en Barcelona lo descolgó y lo custodió durante décadas, hasta el restablecimiento de la democracia y de las relaciones diplomáticas entre México y España. Sabiéndolo, ¿cómo sería posible pasar ante el 55 del paseo de Bonanova sin acordarse de ese reloj que siempre marca una hora tan amarga? Ya de por sí estos oscuros instrumentos de medición del tiempo que unen lo decorativo al automatismo y la madera al metal son fuente de vaga perturbación, sobre todo si están dotados de cucú. Con tales relojes lo que apetece hacer es lo de Breton en la página de Nadja en donde habla del furor de los símbolos y el demonio de la analogía y de algunas cosas que constituían para él su luz propia, entre las cuales, "el brillo, cuando se los corta, de metales insólitos como el sodio", "la fosforescencia, en ciertas regiones, de las canteras", "la majestad de los paisajes de depósitos" y "las crepitaciones de la madera de un reloj que arrojo a la chimenea para que muera dando la hora". Resulta fácil imaginarse a un señor, híbrido de Muley Afid y de André Breton (también de Josep Pla, quien lo prefiera), que cada noche, instalado ante la chimenea de su mansión, hace que los criados arrojen un pesado reloj de pared a las llamas y luego masculla: "¡retiraos!", para disfrutar a solas de semejante ceremonia de extrañamiento. Acaso el reloj suena entre esas crepitaciones con un timbre sublime, de la misma forma que el más bello canto del cisne es el último, el que el melómano doctor Tribulat Bonhomet sabía arrancarles, entrada la noche, en el estanque público de su ciudad provinciana; desde que sus manos, reforzadas con los guanteletes de acero de una armadura medieval, hicieron presa en el cuello de su primer cisne y le arrancaron su delicioso canto, al asesino de cisnes soñado en una pesadilla por Villiers de l'Isle Adam cualquier otra música le parecía "un guirigay o Wagner".
Brrrrrr... se empieza por mirar un reloj de pared con su péndulo imperturbable e inocente como una vaca, y a continuación lo arroja uno a las llamas de la chimenea, y luego sale a matar cisnes, y quién sabe si por este camino llegará a los excesos de la condesa Erzsebet Bathory que se bañaba en la sangre de indefensas muchachitas; no lo descarto, pero ahora mejor volvamos a Martí Font, que siendo joven vivió en el edificio Alhambra, en la calle del Berlinés, 5, un edificio de arquitectura arabesca, llamativo por fuera y asombroso por dentro, un delirio de arcos, relieves, columnas, azulejos, mosaicos, tracerías, celosías y ventanas de colores, regalo de un patricio local a su amante granadina. En esa casa, en el piso de diego Carrasco, justo enfrente del de Martí, conspiramos unos cuantos estudiantes de mi generación con pujos de literato, sin mayores consecuencias que la obra mejor o peor de cada uno, es curioso el individualismo y la incapacidad para asociarse, para sumar fuerzas, de aquella generación exhausta antes de comenzar, corroída no sé si por la lucidez, el fatalismo o algo peor. Diego es natural de Sevilla, adonde ha vuelto tras su años barceloneses, donde ha escrito algunas novelas y un ensayo muy jugoso sobre La Giralda en el horizonte de Manhattan, del que puede encontrarse un extracto en Internet. Quizá también haya dirigido el documental sobre este tema que el otro día emitió la televisión pública andaluza. El ensayo y la película cuentan el romance del prestigioso arquitecto, generoso mecenas simpático vividor y notorio seductor Standford White, autor de la Giralda de cien metros que se alzaba sobre el Madison Square Garden, con Evelyn Nesbitt , ex corista de inefable belleza, casada con el multimillonario Harry Thaw. Una noche de 1906, cuando White se hallaba cenando con su esposa en el restaurante de esa Giralda, el celoso Thaw le mató de tres tiros. Fue el crimen del siglo. Durante el juicio Evelyn colaboró en exculpar a su marido atribuyendo a la víctima perversiones odiosas, y la prensa, persuadida por la fortuna del asesino, compitió por ver quién echaba más paladas de tierra sobre la víctima.
Thaw alegó una enajenación puntual; pasó algunos años en un hospital psiquiátrico, repudió a su esposa y luego salió en libertad. En unas memorias de senectud, la empobrecida Evelyn recuerda aquel caso y restablece la verdad: White "es el hombre más maravilloso que he conocido", dice. Desde luego, siempre es mejor el caballero de Olmedo que sus matadores. La Giralda de Nueva York fue demolida en 1926.
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