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¿Quién asesina a los periodistas rusos?

Monika Zgustova

¿Quién en Rusia no quiere que se sepa la verdad? Demasiada gente, si contamos uno a uno los 256 periodistas asesinados desde la caída de la Unión Soviética. Ivan Safronov es el último periodista ruso muerto en circunstancias extrañas, y es que ¿quién sale a comprar una bolsa de naranjas para regresar a casa y arrojarse por la ventana desde una quinta planta?

Safronov, corresponsal en materia de defensa de Kommersant, uno de los diarios más importantes, revelaba con frecuencia en su periódico los detalles del negocio del armamento que algunos querían mantener secretos. Antes de su misteriosa muerte, este militar convertido en periodista investigaba la venta de armamento y aviones militares rusos a Siria e Irán por medio de Bielorrusia. Parece que los servicios secretos le hicieron llegar una advertencia para que no publicara la trama. Y ahora la policía está investigando su "suicidio forzado".

Esta investigación es en sí algo excepcional, porque muy pocos de los 265 asesinatos de periodistas rusos se han sometido a investigación. Según un reciente estudio del International Safety Institute, Rusia ocupa el segundo lugar del mundo entre los países que se desembarazan violentamente de sus periodistas, después de Irak y seguido por Colombia. Por todo eso, en la actualidad hay más periodistas rusos en el exilio que en las redacciones de los periódicos.

Aunque la Rusia contemporánea ofrece a los ciudadanos más libertad que la que les brindaba la Unión Soviética, sus métodos de prescindir de los que le resultan incómodos son más difíciles de predecir y sondear. Si las autoridades soviéticas enviaban a los disidentes al exilio, al gulag o los encerraban en los manicomios, hoy en Rusia se liberan de sus críticos a base de una paliza mortal, un tiro, un veneno o una explosión. O los arrojan por la ventana, como a Ivan Safronov.

Uno de los periodistas rusos amenazados de muerte por el FSB (Servicio Federal de Seguridad), Andrey Babitski, me confesó recientemente, en el CCCB barcelonés, tras haber participado en un entrañable homenaje a Anna Politkovskaia, la periodista asesinada en Moscú el pasado mes de octubre: "Vivo en el exilio en Praga. Y puesto que no puedo vivir en Rusia, me da igual donde resido". Babitski añadió que se alimentaba de la esperanza de poder volver a Rusia, un día, cuando la situación haya cambiado.

Muchas veces he oído esa historia de la boca de los exiliados rusos: ¡volver, tan pronto la situación haya cambiado! Y muchas veces la he leído en la literatura producida por el exilio ruso de los siglos XIX y XX. Al igual que a Babitski, también a aquellos refugiados les importaba poco el lugar de su residencia en el exilio; sólo soñaban con poder regresar a Rusia. Esa noche en el CCCB, Babitski me dijo que, sumido en la tristeza y la depresión por no poder ir a Rusia, el ambiente intelectual del país que le brindaba refugio le dejaba indiferente, y agregó que vivía en la capital checa igual que podría vivir en cualquier otro lugar del mundo fuera de Rusia: solitario y automarginado, soñando con su retorno.

Babitski es uno de esos miles de rusos que, desde la época de los zares hasta hoy, fueron expulsados o se vieron obligados a abandonar su país por haber desarrollado un pensamiento crítico o una actitud disidente. El pensador Gertsen, en el siglo XIX, tras ser expulsado de Rusia, vivió en Polonia, abatido y melancólico a pesar de la adoración que por sus ideas le profesaron los polacos. Tras la revolución rusa, olas de exiliados pasaron el resto de su vida en las ciudades receptoras de refugiados como París, Berlín, Praga y Nueva York, en un exilio doble: el de hallarse fuera de Rusia y el de automarginarse en un gueto dentro del país de acogida. Entre los muchos disidentes expulsados de la Unión Soviética de la época poststalinista, el cineasta Tarkovski realizó en Suecia la última parte de su obra, invadida por la melancolía del desarraigo; el escritor Solzhenitsin en su exilio americano perdió su orientación.

Mientras los habitantes de la Rusia actual viven en un país que carece de libertad de expresión y que no es en absoluto un Estado de derecho, y tienen que soportar esa "bacanal xenófoba", según la expresión de A. Piontkovski, miembro del PEN Club Internacional, y ese clima de amenaza y temor, también los rusos exiliados experimentan su condición de manera trágica. En las capitales americanas, por ejemplo en Trento, en las afueras de Filadelfia o en Brighton Beach, cerca de Nueva York, los emigrados han construido sus guetos, sus pequeñas Rusias con bibliotecas, periódicos y cadenas de televisión, escuelas, gimnasios y no sé si hasta morgues propios, donde viven como si estuvieran en su país, generalmente sin aprender el inglés, esperando en secreto ese milagroso cambio, del que me habló Babitski, para poder volver a Rusia. Los rusos comprenden la tragedia de su país -una tragedia que ya dura siglos- y la expresan con esa frase que al oído occidental suena algo melodramática, además de fatalista: "Rusia es un país que Dios ha maldecido".

La ola de asesinatos contra periodistas y disidentes ha empezado a cobrarse vidas incluso entre ciudadanos de otros países. Hace unas semanas, en Estados Unidos, unos supuestos ladrones mataron a Paul Joyal frente a su casa de Maryland, sin molestarse siquiera en robarle la cartera. Joyal, muy crítico con el poder actual en Rusia, fue ex miembro del comité de inteligencia del Senado y amigo de Alexander Litvinenko, asesinado en Londres por envenenamiento mediante radiación.

¿Es posible detener o reducir esa creciente ola de asesinatos? Lo desearían todos aquellos que en Rusia mantienen el pensamiento democrático, y la UE debería presionar a Putin en este sentido. Pero probablemente a estas alturas es difícil detener los asesinatos del todo: el poder del servicio secreto ha crecido tanto bajo la influencia de Putin que sus agentes actúan por su cuenta y su actuación está descontrolada. Como ya sucedía bajo los zares, como ocurría en todas las épocas en ese país acostumbrado a la tiranía. Putin no es el único que desencadenó recientemente ese infierno de asesinatos impunes. Ya bajo Yeltsin, distintos grupos de presión mataron a decenas de personas que les resultaban incómodas.

En Rusia, otra vez se vive el miedo. ¿Pero no tenemos miedo de algunos grupos de presión, aunque en menor medida, incluso aquí, en el Occidente europeo? Los periodistas occidentales, ¿acaso comentamos en nuestros medios todo lo que deberíamos comentar? ¿No actuamos también nosotros, a veces, bajo el impacto del miedo?

Monika Zgustova es escritora; su última novela es La mujer silenciosa (Acantilado).

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