Cuéntame un cuento
Había pensado comenzar esta crónica explicándoles que el pasado jueves acudí, presa de la emoción, a la entrega de los Premios Andalucía de la Crítica 2007 que este año se celebraba en las Reales Atarazanas. Para darle consistencia al texto se me ocurría una frase de inicio tipo "Érase una vez", que venía como anillo al dedo por aquello de que el homenajeado en los premios era mi gran amigo Antonio Rodríguez Almodóvar, literato, periodista y comunicador de pro que de contar cuentos anda más que sobrado. Después pensé dejarme en paz de licencias retóricas no ocurriera que alguien pensase que mi crónica no era más que pura fábula. Y no, que el periodismo es cosa sería y verídica... dicen.
El caso es que me acerqué emocionada al evento porque, desde que mi incursión en el mundo de las letras fue un hecho físico y no emocional (y me refiero con esto al momento de empezar a publicar y que mis bebés literarios, que hasta entonces se habían mantenido latentes en mi clandestinidad, se sumergieran en el océano de los celos profesionales), he tenido más de un desencuentro con escritores de medio pelo, de esos que aparecen en los medios de comunicación peleándose al estilo coloquio de Gran Hermano, con aspecto de saberlo todo y presumiendo de tener veinte libros en el mercado más que tú pequeña que no eres más que la niña que se sienta en el fondo de la mesa. Con estos datos se darán cuenta de que tuve una época en la que desconfiaba ciegamente de la confraternidad entre escritores.
Por suerte, Antonio Rodríguez Almodóvar vino a salvarme de mi desencanto el día que le conocí. El contador de cuentos más entrañable del panorama literario español, Premio Nacional del Literatura Infantil y Juvenil, era una persona de lo más modesta y accesible, dispuesta a ayudar a los que recién comenzamos a juntar letras. Gracias a él no he desechado aún ese sueño mío en el que me acomodo en alguna mesa escondida de Le Chat Noir, rodeada de humo e intelectuales, debatiendo sobre la inquietante y misteriosa vida de las pelusas. Por eso acudir al homenaje de Antonio Rodríguez Almodóvar fue una delicia. Allí, Julio Manuel de la Rosa se encargó de glosar la obra de éste autoproclamado "humilde escribidor de cuentos". Nos contó que el homenajeado era uno de esos escritores de raza que, allá por los años sesenta, se sentaba en el cajón del armario de una pensión madrileña para teclear palabras en uno de esos chismes que los jóvenes universitarios consideran artefacto luciferino del siglo pasado: la maquina de escribir (con qué fuerza llegó el ordenador doméstico y qué facilidad tenemos los seres humanos para olvidar). Llegados a este punto del homenaje yo, con mi mente sibilina, me despisté un poco de la glosa de Julio Manuel y me puse a contar... sesenta, setenta... dos mil... Vaya, parece que un escritor puede mantener la amistad con otro escritor durante cuarenta años sin que envidias apocalípticas enturbien la relación. ¡Bien!, es bueno no perder la esperanza.
Después de esto, Antonio Rodríguez Almodóvar, subió al entarimado con su carilla de niño travieso, empeñado (¡qué manía!) en que no se merecía tal distinción, pero qué, llegados a ese punto, lo mejor que podía hacer era contarnos un cuento. Y lo hizo. Por algo él tiene un trato como de tú con tú con Caperucita y con no sé cuántos elfos y duendes del bosque. Nos relató cómo nació su amor por juntar letras el caluroso verano en el que descubrió a Twain, Verne y Stevenson, justo antes de decidir que no estudiaría jamás la carrera de Derecho que sus padres ansiaban para él. Tom Sawyer, Huckleberry Finn, Billy Bones y el Capitán Flint, comenzaron entonces a cuchichearle al oído historias de lo más enrevesadas hasta tal punto que se vio obligado a escribir para que el viento no se llevase las palabras. Gracias a él, la tradición oral no quedará en el olvido.
Más tarde, como cada año, la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios, hizo entrega del Premio de la Crítica en Narrativa a la obra El comendador de José Antonio Muñoz Rojas que, por la edad, no pudo acudir al acto, siendo su hija Gloria quien recogió el premio. De él, el jurado destacó su cuidado proceso creador.
El Premio de la Crítica en Poesía, recayó en Pablo García Baena por su obra Los Campos Elíseos. Fue la consejera de Cultura, Rosa Díaz, la que glosó este poemario del que dijo que era la culminación de toda su obra. Pablo García Baena entonces, se acercó al atril con pasitos pausados, rebuscó entre las páginas de su libro el poema que Rosa Díaz había destacado y, después de lidiar como un valiente con el atril de diseño que se había puesto en su contra para sujetar gafas y textos, recitó un poema que llevaba por título Arca de lágrimas. Eso terminó de convencerme de que la poesía resulta más placentera cuando uno la escucha de labios de su propio creador.
Me marché dichosa porque la literatura (pese a lo que digan los desalentados recalcitrantes), tiene vida, mucha vida.
Y ahora, si me permiten, no me resisto a despedirme sin ponerme cuentista. Colorín, colorado...
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