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Columna
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El momento de la verdad

El 27 de mayo de 2007 empieza el maratón electoral que concluirá, provisionalmente, como ocurre con todos los maratones electorales, en el primer trimestre de 2008. Apenas hayan sido proclamados los concejales electos y se hayan constituido los nuevos gobiernos de los municipios, se abrirá de facto la campaña de las elecciones generales y autonómicas andaluzas, que, previsiblemente, se van a volver a celebrar el mismo día.

Nos aproximamos, por tanto, al momento de la verdad de la competición democrática, al momento en que se retorna a la fuente de legitimidad del poder. En un acto que materialmente apenas dura un segundo millones de ciudadanos mediante una manifestación de voluntad individual van a constituir la voluntad general para cuatro años en cada uno de los niveles de gobierno en que dicha voluntad tiene que constituirse: municipal, autonómico y estatal. En el momento en el que esto ocurre la suerte está echada. Para la duración de la legislatura. Pero la suerte está echada. Puede que en algún o algunos municipios se produzca algún fenómeno de transfuguismo y que, de esta manera, se altere la manifestación de voluntad del cuerpo electoral o, puede, esperemos que no sea así, que se impida el proceso de formación de gobierno, como ocurrió en la Comunidad de Madrid en la pasada legislatura, como consecuencia de la fuga de los parlamentarios elegidos en las listas socialistas, Tamayo y Sáez, con la consiguiente disolución del Parlamento y la convocatoria de nuevas elecciones. Pero, considerando el territorio del Estado en su conjunto, lo que decidamos los ciudadanos el 27 de mayo y el día del primer trimestre de 2008 que toque, determinará la dirección política del país en los próximos cuatro años.

Perdonen que recuerde lo obvio, pero me parece que no está de más hacerlo. No son tiempos los que corren propicios para la participación política. Se está todo el día discutiendo de lo que no se debe discutir y no se discute de lo que debería discutirse. Estoy seguro de que los ciudadanos que lean esta columna convendrán conmigo en que no dimos un mandato en 2003 o 2004 a nuestros representantes para que el terrorismo se convirtiera en el eje del debate político. El terrorismo había sido la primera preocupación de la sociedad española a lo largo de varios decenios, pero la política antiterrorista no lo había sido nunca. Todos los gobiernos, desde el primero de Adolfo Suárez en adelante, habían seguido una política similar, en la que habían contado con el apoyo de la oposición. Esto es lo que se ha quebrado en esta legislatura.

Es comprensible que, en estas circunstancias, se produzca la inclinación del ciudadano a desentenderse del proceso de dirección política de la sociedad. Antes de hacerlo debería pensárselo más de dos veces. Cuanto menos satisfecho se encuentre el ciudadano con la forma en que se está desarrollando el proceso político, tantos más motivos debería tener para participar mediante el ejercicio del derecho de sufragio. El voto no es el único, pero sí es el más importante estabilizador del que dispone la sociedad. Por su carácter universal y porque es el único acto que se ejerce en condiciones de absoluta igualdad. Mediante el ejercicio del sufragio cada uno de nosotros nos convertimos en fracción anónima de un cuerpo electoral único que constituye la voluntad general, que pasa a ser el punto de referencia para cada una de nuestras voluntades particulares en todas las demás esferas de la vida en sociedad.

El marco general de nuestra convivencia lo definimos cada cuatro años en un segundo. Lo definimos o nos lo definen, si decidimos abstenernos. Pero definición va a haber en todo caso. No puede no haberla. La sociedad individualista, en la que cada individuo es titular de derechos fundamentales para que organice su vida como le parezca apropiado, no puede funcionar sin el contrapunto de la voluntad general, que es la que decidimos a través del ejercicio del derecho de sufragio. Quien olvide esto, lo hará a su propia costa.

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